Opinión
Ver día anteriorDomingo 2 de mayo de 2021Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¡Música viva!
H

ace unos días tuve una experiencia insólita. Me encontré sentado en la butaca de un auditorio. Había gente (poca y distante) a mi alrededor. Frente a mí, un escenario iluminado y, sobre sus tablas, instrumentos, atriles, sillas, partituras. Y de pronto, ¡maravilla de maravillas!, aparecieron tres músicos vivos, tridimensionales, de carne y hueso, presenciales, sólidos. Y para asombro de mi memoria nebulosa, se instalaron en el escenario y procedieron a hacer música en vivo, sin intermediación de cámara, pantalla o micrófono alguno. Todo ello me trajo vagos (y gratos) recuerdos de una época lejana

Protagonizó esta escena, en el Auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes, el Ensamble Philidor (que en el nombre rinde homenaje a una ilustre familia de músicos franceses), formado por Emilio Portillo en la flauta de pico, Isabel Negrín en el clavecín y Athena Zenker (de ilustre apellido de luthier) en la viola da gamba. Convocadas a este bien logrado concierto del barroco francés, partituras de Boismortier, Machy, Hotteterre, D’Anglebert, y dos miembros de la dinastía Philidor. El Ensamble Philidor eligió como línea de conducta la interpretación de la vertiente austera y sobria del barroco, en vez de la brillante y esplendorosa. De ahí su inteligente y atinada selección de obras en las que, además de un cierto estado de ánimo particular, privilegiaron la presencia de músicas en oscuras tonalidades menores, todo ello evidente desde la Triosonata de Joseph Bodin de Boismortier que abrió el programa. A lo largo del concierto, el Ensamble Philidor dio muestra de que es posible hacer buena música barroca sin caer en los exhibicionistas excesos de ornamentación en los que incurren otros músicos especializados en estos repertorios.

Además de las obras interpretadas por el trío completo, el programa incluyó un par de piezas a solo de interés particular. Por una parte, un Preludio para viola da gamba del Señor de Machy, bien ejecutado con una expresión melancólica y contemplativa cercana al estilo de Marin Marais y su maestro, Sainte-Colombe. Por la otra, un rico Preludio para clavecín de Jean-Henri D’Anglebert, cuya coloración y textura fue enriquecida por el inteligente empleo que Isabel Negrín hizo de su clavecín de dos teclados.

En la mayoría de los movimientos de las sonatas y suites interpretadas esa tarde por el Ensamble Philidor, los miembros del grupo procedieron con cierta cautela, originada sin duda por la larga y dolorosa sequía de conciertos con público. La buena nueva en este contexto es el hecho de que en algunas piezas del repertorio elegido los músicos parecieron recordar otros tiempos, se soltaron, dejaron fluir la música con mayor libertad, y lograron momentos de contagiosa energía sonora: una Giga de Pierre Philidor, un Aire de Jacques-Martin Hotteterre, y la Fuga final de una Sonata de Anne Danican Philidor, ilustre caballero a quien recordamos como el fundador de esa noble institución que fue el Concert Spirituel. Dato esperanzador: a pesar de las severas restricciones de aforo, esa tarde en el BlasGa la asistencia de público fue más numerosa que la de algunos conciertos de aquella vieja normalidad previa al encierro.

En medio de todo esto, es preciso reafirmar algo que por evidente no deja de ser de importancia capital: sí, los melómanos llevamos largos meses (más de un año) deambulando como zombies en pena, lamentando de mil maneras posibles la ausencia de música viva, pero no debemos olvidar que, mucho más importante que nuestras quejumbrosas diatribas por la dieta forzosa de silencio es la urgencia impostergable de que los músicos tengan espacios para tocar y cantar (danzantes, histriones, mimos, titiriteros, artistas del performance, saltimbanquis, actores, cirqueros, todos ellos también) y, de modo importante, públicos que los miren y los escuchen. Es de vital importancia subsanar ésta, una de las grandes tragedias culturales, educativas y sociales que ha dejado a su paso el virus; ello depende de todos nosotros, músicos, públicos e instituciones y, sobre todo, de políticas que miren más allá de transitorios, malentendidos, equívocos y contraproducentes ahorros presupuestales.