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Quehacer público
L

a política económica que establece un gobierno debe partir, necesariamente, de una representación lo más clara posible de las tendencias predominantes en un momento determinado. Debe derivarse de los hechos observables y sus consecuencias.

Sobre esa base puede un gobierno establecer prioridades para cumplir con su objetivo esencial que, como prácticamente todos declaran, es mejorar las condiciones del bienestar de la población.

Las innovaciones, los cambios, las transformaciones que constituyen el programa de gobierno, tan amplias y sustanciales como ésas sean, necesitan de un asidero material, el que existe y a partir de lo que se puede profundizar en lo que funciona y cambiar lo que se quiere y, claro está, lo que se puede.

La premisa de que nada funciona en esta sociedad es una manera de negar la realidad. Basta con visitar una serie grande de ciudades en el país que se han transformado de manera vertiginosa en cerca de tres décadas.

Basta observar el esfuerzo de la gente para ganarse la vida (expresión tan dura) trabajando, atendiendo sus pequeños negocios de todo tipo, tratando de reproducirlos a diario y siempre con dificultades para crecerlos y sostener a sus familias.

Así sucede igualmente con diversas actividades económicas de tipo formal y vinculadas con el mercado interno o con la inversión y el comercio exterior. Lo mismo ocurre con quienes tienen una actividad profesional independiente.

La gente tiene aspiraciones y cuesta mucho sostenerlas en un entorno de suma fragilidad. Todo eso entraña un cambio social que para muchas familias ha sido muy relevante. Eso no niega el rezago social existente, al contrario, lo exhibe de una manera más ostensible.

Y vaya que en México hay cambios significativos por realizar en términos de cómo funciona la economía y de la configuración de la estructura social existente que se expresa, decisivamente, en la amplia desigualdad. Un cambio similar en profundidad exige el orden político e institucional.

Ahí están visibles las enormes deficiencias en la salud y la educación, el empleo, la generación de ingresos, la vivienda.

Ahí está la ineficacia del gasto público, ahora afectada además por la austeridad impuesta. La participación del gasto de inversión entre 2010 y 2019 fue sólo 21.5 por ciento en promedio del gasto programable; el gasto corriente representó 78.5 por ciento. En el mismo lapso la tasa promedio de crecimiento anual del gasto en inversión fue menos 2.1 por ciento, pero entre 2014 y 2019 fue menos 7.7 por ciento. Esto es apenas una mínima consideración del severo problema fiscal de la nación. Pocos recursos mal usados, con y sin corrupción de por medio.

Pero de lo que se trata es de jalar a quienes están relegados, que son muchos ciertamente, no de sumir a los demás. Bastante esfuerzo hace la clase media para sostenerse ahí, cada vez con mayor dificultad y eso no debe minimizarse y mucho menos obviarlo. Hay formas de afianzarla y aumentar su participación y no son, precisamente, las que se han adoptado.

La voluntad política es parte del ejercicio de un gobierno y del poder que eso entraña. Pero la voluntad por sí misma, siendo una condición necesaria, no es suficiente. En este ámbito no funciona de manera reproducible el paradigma de la destrucción creativa que concibe cómo se van renovando las condiciones tecnológicas y organizativas para acrecentar la productividad como base de los procesos de crecimiento y desarrollo.

No es lo mismo aplicar esa concepción, que se acomete en el ámbito de las empresas y el conjunto de las actividades productivas, que imponerlo a escala social. Los costos de pretender una transformación económica sustentada en posturas maximalistas pueden superar los pretendidos beneficios. En ese entorno están actos de autoridad que podrían haberse resuelto de modo más eficaz (el aeropuerto, la definición de proyectos prioritarios, la gestión de la reforma energética: sin recursos suficientes no hay soberanía posible ni sustentable).

La definición de las prioridades es una cosa, muy discutible ahora, por cierto. La forma de conseguir implantarlas en términos de la acción política, de los recursos disponibles, de la capacidad técnica y de ejecución, es otra. Sobre todo, hay que resolver de una manera funcional la perenne disyuntiva entre el corto y el largo plazo. El corto plazo es rentable políticamente, el largo plazo puede serlo socialmente y no cabe la confusión al respecto.

Pretender que un programa político puede ser definido de modo concentrado en la visión del mandatario es cuestionable. Conseguir enraizarlo en la economía y la sociedad, para cumplir con el fin social último que se pretende, sin considerar los aspectos técnicos, los recursos materiales y financieros disponibles y la resistencia de la población puede derivar en grandes costos sociales y alejarse del objetivo inicial, por muy noble que sea, de elevar el nivel de vida de la población, de reducir la desigualdad.