Número 162 Suplemento Informativo de La Jornada Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver
 
Enrique González Rojo Arthur.

EditorialEnrique González Rojo: dos caminos hacia la concreción

Ustedes perdonarán que no hable de Enrique González Rojo como poeta sensible, filósofo profundo y político contestatario Y no puedo hablar de Enrique como si fuera un protagonista más de la cultura y la política mexicana porque Enrique es Enrique, pero Enrique también soy yo.

Me explico.

Enrique somos nosotros: aquellos que durante vidas más o menos largas y más o menos borrascosas nos hemos empeñado en hacer del mundo un lugar más habitable. Aquellos que, como él dice en un poema, fuimos terroristas y armábamos el delicado mecanismo de explosivas mentadas de madre para ponerlas en lugares clave del sistema. Aquellos que salíamos a una junta poniéndonos el traje, la bufanda y el seudónimo. Aquellos que, como concluye el poeta, soñamos con que hasta el último instante y contra las arrugas y el cansancio, nuestra voluntad aun halle la forma de levantarse en armas. Y también, por qué no, aquellos que -como él- alguna vez nos enamoramos de una trotskista… o de una leninista, de una guevarista o de una maoísta.

Y todos los de esta banda somos Enrique porque Enrique es el compromiso generoso con las mejores causas, porque Enrique es la militancia.

Nos conocimos a principios de los años sesenta, posiblemente en el departamento que Pepe Revueltas tenía o le prestaban en la colonia Juárez, cerca de la esquina de Insurgentes y Chapultepec. Fue en una reunión donde además de Pepe y Enrique estaban Eduardo, Jaime y algún otro. La reunión era política y yo estaba ahí, no como Armando Bartra sino como Carlos Méndez, mi nombre de batalla en tiempos de acoso policiaco y obligada clandestinidad.

Y en esa reunión discutimos. Si no recuerdo mal fue sobre la lucha por la paz y la alienación del hombre a La Bomba, a la máquina destructiva. Por ese entonces Enrique pertenecía al espartaquismo mexicano fundado entre otros por Revueltas, y yo militaba en la corriente política de al lado, no en la Liga Comunista Espartaco, que era la de ellos, sino en la Liga Leninista Espartaco, que era la nuestra. Grupúsculos ideológicamente colindantes, pero -claro está- desavenidos. Fraternalmente desavenidos, diría hoy.

Ya desde entonces Enrique tenía preocupaciones político conceptuales que lo han acompañado a lo largo de toda su vida. En los años setenta comenzó a desarrollar una teoría sobre los intelectuales como clase y, en perspectiva más amplia, sobre las tensiones entre trabajo intelectual y trabajo manual. Sobre ese asunto ha escrito, entre otros textos, Teoría científica de la historia, en 1977, Hacia una teoría marxista del trabajo intelectual y el trabajo manual, de ese mismo año, y La revolución proletario-intelectual, de 1981.

Preocupación nada gratuita, pues la propuesta de que, además de las clases canónicas, hay una clase intelectual, ilumina, cito a Enrique: “cuestiones que la concepción binaria del marxismo tradicional dejaba sin explicar u ocultaba”. Y, entre otras cosas, sigo citando: “lleva obligatoriamente a negar el carácter socialista del gran número de países que, después de la revolución de octubre (en Rusia) y antes de la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la URSS, decían hallarse construyendo el régimen socialista”.

Sus publicaciones sobre este tema son viejas, treinta o cuarenta años, aunque se encuentran y pueden consultarse. Pero sucede que Enrique ya se ocupaba de esos menesteres veinte años antes, a fines de los cincuenta, cuando militaba en el Partido Comunista Mexicano (PCM). Y pienso que pocos tendrán alguna copia de la revista donde aparecieron.

Enrique González Rojo y la poesía.

Se trata del número 3 de Revolución, publicación mensual que se imprimía en Morelia Michoacán durante 1961, dirigida por Enrique Álvarez Magaña y animada por Pepe Revueltas. Ahí aparece el artículo Los intelectuales y el partido, escrito por Enrique en 1959. En el texto señala, por una parte, la necesidad de la formación política en un partido supuestamente marxista, el PCM, donde, cito: “el Manifiesto Comunista es conocido solo por el 25% de los militantes”. Pero el texto alerta también contra los riesgos del intelectualismo, al respecto habla de: “enfermizo amor a las citas, y a la cultura en el sentido burgués”, además de “personalismo” e “indisciplina”. En este ensayo Enrique se remite a Kautsky, quién en su libro sobre Franz Mehing, aborda el “antagonismo entre los intelectuales y el proletariado”.

Ideas, estas, que prefiguran las que desarrollará 20 años después y que ha venido ampliando y profundizando hasta nuestros días. Debe quedar claro, sin embargo, que Enrique no rechaza a los intelectuales sino su fetichización. En un texto reciente sostiene su necesidad, aunque reconoce que “el intelectual antiintelectualista, o sea el que sale fuera de sí para hacerse solidario de los intereses históricos del trabajo manual, más que una realidad es un proyecto, más que existir empíricamente es una necesidad histórica”. Lo que coincide con algunas de las ideas del espartaquismo mexicano sobre la importancia de construir una conciencia proletaria, un intelectual colectivo, propuestas sin duda debatibles por su vanguardismo, pero brillantemente expuestas por Revueltas en Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, libro aparecido en 1963.

Hace cuatro o cinco años Enrique se ocupaba en escribir un libro sobre el socialismo en México. Y me da mucho gusto ver en algunos avances del ensayo que he podido leer, que se ocupa entre otros de uno de mis personajes históricos favoritos: Ricardo Flores Magón. Me da gusto también que en sus análisis sobre el anarquismo del Partido Liberal Mexicano (PLM) y sus relaciones sobre el socialismo, haga referencia a una conferencia mía sobre el tema, que fue publicada en 1980 con el título La revolución mexicana de 1910 en la perspectiva del magonismo. Pero lo que más gusto me da es que la lectura que hace Enrique del PLM no concuerda para nada con mis puntos de vista sobre ese tema. Cincuenta años después de que practicábamos la esgrima verbal, uno desde la Liga Comunista y el otro desde la Liga Leninista, Enrique y yo seguiremos debatiendo. Medio siglo de batallar en la construcción de un pensamiento libertario a través de la polémica fraterna. Y es que mientras haya vida habrá discrepancia. Por fortuna.

Naturalmente también tenemos muchas concordancias. Algunas de ellas referentes a la coyuntura política. Recuerdo bien que en 1994 coincidimos políticamente como miembros del grupo de cien personas que hacía cabeza -es un decir- en la Convención Nacional Democrática convocada por el entonces debutante Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Y hoy, en el arranque del tercer milenio, sucede que concuerdo en lo fundamental con los análisis que hace Enrique de la coyuntura mexicana. Leo algunos párrafos de uno escrito a principios de 2012:

Las dictaduras acaban por generar un anhelo de recambio y de alternancia en el pueblo sojuzgado. Lo mismo ocurre, aunque con diferente desenlace, cuando el pueblo soporta durante años y años no a un tirano sino a un partido gobierno como es el caso, en nuestro país, del partido único o casi único (PNR, PRM, PRI) que estuvo en el poder por más de 70 años. Cuando se suma el “cansancio” de los gobernados con la evidencia de un fraude electoral, se crean las condiciones para un estallido social. En la época de madero esto último tomó la forma de lucha armada. Después de los fraudes -más seguros que probables- de 1988 contra Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y de 2006 contra Andrés Manuel López Obrador tornaron a presentarse similares condiciones de descontento, pero las circunstancias habían cambiado de tal manera, que entre las posibilidades reales de canalización de esta rebeldía latente no estaba la guerra civil. Pero algo que revela la comparación de estos tres momentos es que la evidencia del manotazo fraudulento eleva a primer plano el problema de la democracia electoral, como un problema ce interés generalizado”

Esto fue redactado antes de que el PRI comprara la elección que llevó a Peña Nieto a Los Pinos. Pero hoy las conclusiones de Enrique me siguen pareciendo válidas.

Termino esta celebratoria disertación con algunas reflexiones sobre dos estelas mayores de las muchas que Enrique va dejando a su paso: la filosofía y la poesía.

En marcha hacia la concreción. En torno a una filosofía del infinito, libro de Enrique publicado en 2007, es un extenso y penetrante trabajo de altos vuelos intelectuales que se interroga nada menos que por el ser. Específicamente por los retos conceptuales que plantea la gran contradicción alma-cuerpo. La pregunta es: “cómo trascender la correlación de principio” sin estacionarnos en la inmediatez singular y abstracta de la díada sujeto-objeto ni en la también abstracta universalidad de la dupla ser-nada.

La respuesta de Enrique es de inspiración tanto hegeliana como marxista. De lo que se trata, dice, es de marchar de lo singular abstracto a lo universal concreto, entendido este último como síntesis de múltiples de terminaciones. Contra lo que parece decirnos el sentido común, en su inmediatez las singularidades son abstractas, vacías, gnoseológicamente pobres, en cambio el concepto universal, laboriosamente construido en un proceso dialectico de sucesivas negaciones y desdoblamientos, es la expresión más rica y densa de lo concreto pensado. Este es el método de Hegel en La fenomenología del espíritu y de Marx en El capital

En la marcha que propone Enrique hay algo de Kant, pues espacio y tiempo se le presentan como formas apriorísticas insoslayables. Pero lo son no del conocer sino del ser: la espacio-temporalidad es condición de toda experiencia posible. Sin embargo, como antinomia también ésta es abstracta y tiene que ser trascendida, ha de ser superada en un movimiento dialectico que -como Hegel- Enrique llama devenir. Pero no se trata del curso del espíritu como pensamiento, sino del ser ahí, del existente de un sujeto-objeto que es cuerpo y alma, intelecto y pasión.

Pero en este curso hay extravíos, momentos en que el desdoblamiento deviene extrañamiento y la relación con el otro alienación, pérdida de sí. Para Enrique la posibilidad de enajenación está en el existente. No es como en el cristianismo y el islamismo una caída de la que nos recuperaremos cuando la trompeta de Israfil nos llame a la reconciliación final, ni tampoco como el marxismo-morganismo y los comunalismos mesiánicos que postulan una impoluta comunidad originaria que algún día restauraremos en una forma aun superior, cuando nos llame a ello la trompeta de la revolución.

La que llama “pulsión apropiativa” está en nosotros, nos es consustancial, y no solo bajo la forma económica de la propiedad privada. Y aquí Enrique explora esta dimensión del existente con los conceptos de la sicología. El afán de poseer no solo proviene del ello y es refrenado por cultura en tanto que presunto dominio de lo genérico, al contrario es el propio superyó, es la cultura de las sociedades alienadas la que nos llama a poseer, a consumir, a dominar. Pulsión social posesiva muy semejante al obsceno superyó propuesto por Lacan y Zizek, imperativo que desde las sombras nos convoca a violar la norma superficial para cumplir la tanática norma profunda.

¿Cómo evitar la compulsión al goce, que es la muerte del deseo? ¿Cómo ser uno con el otro sin apropiárselo y de este modo destruirlo? Enrique encuentra la respuesta en el amor no posesivo. Y estoy de acuerdo. Aunque pienso que es cuento de nunca acabar. Que estamos hechos a la mala vida y que la posibilidad del extrañamiento y la cosificación estará siempre en nosotros. De modo que y si bajamos la guardia de nuevo nos ganará la pulsión posesiva. Porque lo nuestro es caer y levantarse… para volver a caer y levantarse de nuevo… Y está bien, mientras no dejemos de caminar.

Entonces ¿cómo trascender la dicotomía sujeto-objeto? Enrique nos propone marchar de las singularidades abstractas al universal concreto, realización de la universalidad que en un sentido ético-político podemos entender como la progresiva realización del género humano. Esto en un curso marcado por la alienación, no porque nos hayamos desviado sino porque la pulsión apropiativa está en nosotros y en la sociedad. Extrañamiento superable si, como en el amor no posesivo, aprendemos a hacernos uno con el otro sin pretender poseerlo y agotarlo.

En estos razonamientos y muchos más que se despliegan en las 620 páginas de En marcha hacia la concreción, Enrique encuentra lo que llama “una puerta de salida posible” para trascender las grandes dicotomías ontológicas. Y sí. Probablemente lo es. Pero pienso que hay otra puerta, otra vía hacia la plenitud del ser. Una vía que no es la del concepto sino la de la imagen. Una vía que también nos muestra Enrique, pues además de filósofo es poeta.

Porque la existencia tiene también una “Dimensión imaginaria”, para usar el nombre de un viejo poemario de Enrique. De modo que además de marchar hacia la universalidad concreta a través de la razón dialéctica, podemos asomarnos a ella en revelaciones instantáneas, en iluminaciones. Y aquí el vehículo no es el concepto sino la imagen, la metáfora, la parábola, la alegoría.

Hector González Rojo, Antonio Castro Leal y Francisco Monterde oyendo a Enrique una lectura de poema.

Alegorías como la del Discurso de José Revueltas a los perros del parque hundido; como la de La clase obrera va al paraíso; o como la de El diluvio, un poema que como En marcha hacia la concreción, es un homenaje a Hegel, pero aquí en solo 17 auráticos renglones. Y es que, como diría Enrique, “para deletrear el infinito” tanto vale un tratado como un poemario.

Y es que quizá los filósofos son los escribientes de Dios, los ghost writers que le redactan al supremo sus obras completas; memoria del mundo que ocupa innumerables volúmenes porque marchar hacia la concreción paso a paso y a golpe de dialéctica es tardadito. Pero para “deletrear el infinito” también hay vías cortas. Y estas son las de la intuición, el mito, la alegoría, la metáfora, la imagen… Porque, como dice el propio Enrique en los versos de Humilde reconocimiento a los demiurgos, los poetas son los “correctores de estilo de Dios, son su fe de erratas”.

Por eso el título de este despeinado encomio al camarada Enrique es Dos caminos hacia la concreción, y los dos son suyos.

Hasta luego Enrique. •