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En busca de Samuel Noyola
U

n hombre joven se acerca a la cámara tocado con un paliacate a la chinaca y dice: “hola amigos, soy el Pato Lucas”. Este personaje, Samuel Noyola, pronto sería adoptado por Octavio Paz. Fue a título de tío burgués, según las palabras del Nobel de Literatura, quien, además, lo declararía el poeta más inspirado de su generación. El ardor no fue módico en los integrantes de la revista Vuelta.

Aún adolescente, Samuel había vuelto de Nicaragua, donde aportó sus gráficas y dibujos a la milicia sandinista que combatía a la contra. El amor filial es ciego por excepción. Pero anidó en Samuel, quizá por el abandono de su padre biológico. En Paz vio a un segundo gran padre. No le apuntó su actitud de respaldo a Estados Unidos en contra del movimiento sandinista de liberación. Sólo llega a decir, casi de paso, que la soledad no es un laberinto. La muerte de Paz redobla su entrega al alcohol.

Según Carlos Martínez Rentería, uno de los imanes de la contracultura en México y parte de la polifonía que hace de Vaquero del mediodía un documental al que espera, sin duda, el cine de culto, Samuel tenía la doble condición del borracho: ser violento, grueso, ladrón, asqueroso, o bien lúcido, tierno, amoroso y fraternal.

Virtud de este documental que dirige el periodista y cineasta Diego Enrique Osorno, además de ofrecernos esa doble dimensión en un personaje elevado a la categoría de mito aun antes de que desapareciera sin saberse cómo (la línea argumental de Vaquero), es hacer que la poesía se oiga, se vea y se lea como si se tratara de un espectacular tema de ficción. El poeta tornó su vida en una poesía terrible –la de la belleza que quería Breton– y vivificó a la cultura. La cultura que, dice Martínez Rentería, se está muriendo. Samuel, agrega, era contracultura. Y concluye: desaparecer, un acto mierda, también puede ser un acto poético.

Y así, en esos extremos, lo recuerdan a quienes agravió y quienes lo quisieron: amigos, familiares, los sin casa, sus amantes más o menos permanentes o fugaces. Era un huracán donde se paraba, dice el escritor Armando Alanís Canales, un imprudente. Sin mediar formalidad alguna llegaba a la redacción de Vuelta o a la casa de Octavio Paz y Marie José, y se apoderaba de la escena. Los rumores sobre relaciones sobreamistosas con la destacada pareja eran parte de la comidilla intelectual; a Samuel le molestaban, dice el narrador Eduardo Antonio Parra. Su relación con Paz era filial.

Sus lances insólitos eran apenas creíbles. Llegaba con el propio Parra y le recitaba en italiano, un idioma que no conocía, el canto quinto de la Divina Comedia. O bien, a la invitación de este autor a tomar un café, Samuel, mitómano, lo contrainvitaría a comer: acababa de recibir 5 mil baros por matar a un cabrón de dos balazos en la cabeza. A Mario Santiago Papasquiaro lo impresiona con su atavío a la usanza norteña, cuenta Juan Villoro; el poeta infrarrealista le pone el apodo de Vaquero del mediodía. Se sentaba a leerles su poesía en la banqueta a los que jamás habían escuchado nada igual. Siempre andaba poeteando, dice una joven de un barrio pobre. Coincide, en otro lenguaje, con la actriz Jennifer Clement: lo fascinante de Samuel es su poesía. Es el poeta loco, ebrio, que escribe una poesía fulgurante. El arcano cero del Tarot.

Provocador, se ganó el rencor de muchos. El escritor Guillermo Ladanelli ve a un desconocido que lo saluda con la mayor familiaridad; pero desprende del abrigo vistoso que lo cubre un código de barras y se lo pone en la frente. Ladanelli quiere golpear a Samuel; no, le gana la risa y dice de él: era un poeta que no encontraba su lugar en una sociedad antifilosófica, mentecata, cobarde y desmemoriada. Él te agradecía escupiéndote la cara, dice el periodista y escritor Gabriel Contreras. No dejaba satisfechas a las buenas conciencias, por si las había. Para algunos pudo haber sido el Mr. Kurtz de la poesía. Pero una mujer que lo quiso juzga a Samuel –que se definía un poeta autodesterrado– de hombre tocado por la mano de Dios. Ya podía él desaparecer, morirse o mudarse de infierno con toda tranquilidad.

Lo que vives hace la poesía. No se parecía a nadie, a todos, pero era umbilical –dicen fuera del filme los poetas José Vicente Anaya y Genaro Huacal.

A su regreso de Nicaragua, en Monterrey se siente impúdico. Pero prefiere vivir de las mujeres: no de un Estado más impúdico que él o de los ricos más miserables del planeta. Su ciudad es protestante, aunque lo nieguen (¿será, Max Weber?). Lo único que te enseñan es a trabajar para las cinco o cuatro familias que han despojado a esa ciudad enjoyada de mendigos, escribía el poeta en Nocturno de la calzada Madero.

Diego, convertido en un detective salvaje (la idea del poeta de Roberto Bolaño y los infrarrealistas), pregunta, indaga, recupera voces conmovedoras. Memo Peyotero en la Ciudad de México, así como Pancho Serrano, en Monterrey, le buscan dónde dormir. Un quicio de una puerta es convertido por el juglar regiomontano en casa surrealista. Igual hizo por años de una suburban.

Molestos ciertos regios y sampetrinos con el filme Ya no estoy aquí, ahora podrán confirmarse en sus rechazos con Vaquero del mediodía. Monterrey brilla por sus marginados.