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Vox Libris
Cara de liebre
Periódico La Jornada
Domingo 25 de octubre de 2020, p. a12

El acoso, las relaciones destructivas y la enemistad con su propio físico son las situaciones que viven las protagonistas de la novela Cara de liebre, de Lilian Blum, editada por Six Barral. Con sordidez y humor negro, la autora relata historias de mujeres que no aceptan sus cuerpos, que se encuentran al borde del suicidio o intentan recuperar el amor de un hombre a pesar del egocentrismo que lo caracteriza, la cerrazón, lo desagradable de su hablar y su pretensión infundada. Con autorización de Grupo Planeta México, ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del libro.

Bugati verde

PISCIS: Tendrás una epifanía. Cuidado con los Acuario y los Cáncer. Evita a las personas conflictivas y enfócate en lo importante. No olvides el paraguas en casa ni tomes ninguna decisión mientras la Luna esté menguante. Ánimo. No hay mal que por bien no venga.

Mientras la cita de las once de la mañana, una joven mujer con síndrome de Down, se resiste con uñas y dientes a que su madre la desnude para ponerle un kimono que apenas alcanza a cubrirla, en el baño para empleados, Tamara se debate entre el suicidio o recuperar a Nicolás. No sabría cómo hacer ni lo primero ni lo segundo, pero lo único que entiende es que no puede seguir así. El miedo y la indecisión la han paralizado y ella tiene un reloj de tiempo en el vientre. Respira hondo, cierra los ojos y vuelve a abrirlos con la esperanza de que algo, lo que sea, haya cambiado a su alrededor. Pero el mundo permanece tal cual. Intenta arreglarse el maquillaje frente al espejo y reacomodar su cabello. Jala hacia abajo la batita blanca que la hace ver como una enfermera y comprueba que todavía no se le nota. Sabe que no seguirá así por mucho tiempo. Una serie de golpes impacientes sobre la puerta la sobresaltan. Maldice en tono bajo y ensaya una sonrisa antes de salir.

–Un segundo, por favor.

Tamara abre la puerta. Ximena, la que hace las uñas, le dedica una mirada hostil antes de entrar empujándola con el hombro. El olor de los distintos aceites y velas aromáticas del spa le provoca arcadas; necesita regresar al baño, pero su compañera ya se ha atrincherado con un portazo. Tamara corre hacia el clóset de los implementos de limpieza y vomita sobre la pileta. Está empapada en sudor, jadea. Se enjuaga la boca y se moja un poco la cara. Va a ser un largo día, piensa, mientras se dirige a la habitación donde no hace más que depilar con cera desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde, con una hora para comer. Ojalá que su aliento no apeste a vómito.

Aquel cuarto color pistache no solo es su lugar de trabajo, sino el único sitio con cierta privacidad, al menos cuando no hay nadie agendado, lo cual es raro. Sobre la pared, una reproducción de Tamara de Lempicka, su pintora favorita. Autorretrato en un Bugatti verde, hecho para la portada de la revista de modas alemana Die Dame como una manera de celebrar la independencia de las mujeres, un ejemplo perfecto del art déco. La imagen se volvió popular por haber sido la portada de la novela de Ayn Rand, El manantial. Tamara nunca la leyó, pero la tiene sobre su buró para permitirse mirar la pintura cada noche antes de dormir.

–Ya nos íbamos a ir –dice la señora Hilda, con los brazos cruzados y su boca de sonrisa invertida. Como la mayoría de sus clientas, asume que Tamara es una muerta de hambre que tiene que soportar cualquier humillación porque necesita el dinero–. La próxima vez voy a tener que hablar con la dueña.

Ella se concentra en el cuadro de Lempicka, en la seductora iluminación caravagiesca y en el balance perfecto entre delicadeza y fuerza de la imagen, la clásica femme fatale de los años veinte. Cierra los ojos por un par de segundos mientras respira profundamente. Calma. Sí necesita el trabajo.

–Una disculpa, señora. Estoy un poco enferma –dice mientras enciende el calentador de la cera–. ¿Qué le vamos a hacer a Carmen hoy?

Carmen, de veinte años, con el cuerpo de una señora relajada y una inocencia infantil, la mira con ojos húmedos y suplicantes.

Foto

–Me duele. No me quemes, por favor. Tamara experimenta unas ganas súbitas de llorar. Hoy, precisamente hoy, está mucho más sensible. ¿Por qué tiene que ser cómplice de esta madre superficial y cruel?

–Las piernas, las axilas y la línea del bikini. –La señora Hilda se acerca a su hija y la toma por las muñecas–. No es que vayamos a ir a la playa; las niñas como Carmen no van a la playa, pero la higiene es lo más importante.

No debí haber venido a trabajar hoy, piensa mientras toma la palita de madera para aplicar la cera. La desaparición de Nick de su vida es todavía demasiado para procesar. Si bien no para el mundo, sí para ella. Lo extraño es que, y esto no se lo confesaría a nadie jamás, viéndolo en retrospectiva, el que Nick huyera dejándola embarazada era inevitable y predecible, como si estuviese seguro de que la criatura en su vientre sufriera de una monstruosidad congénita. La mala fortuna de Tamara en el amor, en este amor en particular, había sido visible casi desde el principio. Al menos eso le dirían sus amigas: el tipo es un loco narcisista de mierda que no te merece y solo se aprovechó de ti, Tammy. Sin embargo, en algún resquicio de su cerebro prevalecía la sensación de que había sido su culpa. Nunca fue una buena novia; a veces perdía la paciencia con él, le exigía cosas y creía que sus historias de viajes en el tiempo eran una verdadera estupidez, pero fingía escuchar con interés. No fue solícita, dulce y comprensiva con Nick, al menos no como él hubiera querido. Quizá no le dio el espacio que necesitaba como artista, como ser humano. Pero, ahora que ha aceptado sus propias fallas, puede cambiar. Debe hacerle entender que todo será distinto si vuelven. Necesitan criar a este bebé juntos. Si los dos ponen de su parte, todo se puede solucionar.

El tobillo de Carmen es tan grueso que se necesitarían las dos manos de Tamara para juntar sus dedos alrededor de él. Se conforma con presionarlo con una mano antes de extender la cera sobre aquella pantorrilla con la otra. Quizá otro día estaría más atenta a las reacciones de Carmen, pero hoy es distinto. Lo presintió antes de salir de su casa. Lo comprueba en el instante en que la pierna de la muchacha conecta con fuerza contra su cuerpo, justo donde el bebé palpita bajo su piel. Ambas mujeres gritan: ¡No!, al mismo tiempo, por razones muy distintas.

Tamara protege demasiado tarde la zona de impacto y cae hacia atrás sobre sus nalgas, no sin antes empujar el carrito de la cera y derramarla sobre el suelo. La señora Hilda le grita a su hija que se esté quieta, pero no ayuda a Tamara a ponerse de pie. El dolor se expande desde puntos diversos en su cuerpo hasta cubrirlo todo, tanto que le sería imposible decir dónde le duele más. Cierra los ojos y siente las lágrimas derramarse por sus mejillas. Los gemidos que se escuchan le pertenecen a Carmen, que se ha puesto de pie, se agazapa en un rincón del cuarto y pide volver a casa. Su madre se asoma por la puerta y exige que venga alguien; no tiene todo el día.

Tamara escucha el sonido de varias personas en la habitación y sus ojos enfocan un ejército de pies. Alguien la jala hasta que ella logra levantarse. Se cubre el abdomen con ambas manos y mira con furia a la señora Hilda. Abre la boca para decir que está embarazada, que va a demandarla por permitir que su hija la haya agredido así, por agredir ella misma a su propia hija, pero no puede. La señora levanta los hombros y le da órdenes a las otras dos empleadas para que depilen a Carmen por la fuerza. Aquella carencia de humanidad, la frustración de haber dado a luz a una hija defectuosa, la truculencia y el alma oscura de esa mujer se concentran en aquel gesto insolente. Tamara se encierra en el baño. Tiene miedo de revisar su ropa interior y encontrarla llena de sangre. Le aterra la posibilidad de no tener ya una excusa para buscar a Nick. Aprieta los dientes, baja su pantalón y pantaleta, y se sienta sobre el excusado. Cuando mira, comprueba que su ropa interior está intacta. Se suelta a llorar y permanece en el baño por un largo tiempo. Esta vez nadie toca impaciente a la puerta.