Sociedad y Justicia
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Mar de historias

Urna

D

esde que me falta su compañía he empezado a vivir el confinamiento de una manera distinta. Durante los siete meses anteriores no me pareció tan gravosa porque Mascarita estaba a mi lado, pero sin ella... Nunca creí que iba a convertirse en una presencia fundamental para mí, y mucho menos que llegaría a quererla tanto. Por ese gran cariño tuve que hacer lo que jamás imaginé: inducir su muerte. Tomar la decisión fue muy difícil y doloroso, pero me consolé pensando que de ese modo le ahorraba sufrimiento a un ser inolvidable y único.

La enfermedad apareció en silencio. Se hizo visible en el progresivo decaimiento, inapetencia, irritabilidad y muestras de dolor que emitía Mascarita. Llegó el momento en que me pareció indispensable llamar al doctor Vélez, quien siempre había atendido a mi mascota. Después de auscultarla detenidamente me comunicó su diagnóstico: “Siento decirle que Mascarita tiene cáncer. Está sufriendo mucho.” Pregunté si había posibilidades de alivio. Tardó en responderme: Por lo avanzado de la enfermedad, sólo queda uno: ponerla a dormir. “¿Cuándo?, dije con la esperanza de que el plazo se prolongara. Si usted está de acuerdo, hoy mismo. La llevaré al hospital para aplicarle la inyección. No es molesta ni dolorosa.

No había nada más qué hacer ni qué decir. Tomé su manta y la envolví en ella. Intenté cargarla, pero no pude. El doctor Vélez se ocupó de eso y salí tras él, con el cubreboca y la careta puestas. Esa fue mi primera salida en siete meses. Las calles me parecieron inhóspitas e interminable el viaje hasta el hospital. En el primer cubículo la tendieron en una mesa, sobre la manta con que la había envuelto, y me dejaron unos minutos a solas con mi mascota para que me despidiera.

Me incliné sobre ella y, mientras la acariciaba, le expresé mi agradecimiento por su compañía, le pedí perdón por lo que iba a suceder y le juré nunca olvidarla. Tal vez me haya escuchado. Como respuesta me dio sus quejidos débiles, desgarradores, que interpreté como una súplica de alivio.

II

Reapareció el doctor Vélez, indicio de que había llegado la hora, y permanecí junto a él hasta el momento en que aplicó la inyección. En cosa de un segundo Mascarita quedó silenciosa y tranquila, como si estuviera dormida. La escena me paralizó. Jamás había tenido una experiencia semejante, no sabía qué hacer. Pedí ayuda: Ahora, ¿qué pasará?

Intervino Mauricio, el ayudante del doctor Vélez: Sobre todo ahora, lo mejor es la incineración. Tenemos el servicio. Es un proceso relativamente largo. No es necesario que usted se quede. En tres o cuatro días llamaré para que venga por las cenizas. Me parecía inconcebible dejar sola en momentos cruciales a quien había sido tan fiel compañera, sin embargo, acaté la sugerencia de Mauricio. Miré por última vez a Mascarita, le desee muy buen viaje, salí del cubículo y me encaminé a la salida, pero sentí que me faltaban fuerzas y tuve que sentarme a descansar.

III

En la banca se encontraba una mujer con un perrito metido en una canasta. Al ver que lloraba adivinó el motivo de mi angustia. Se acercó un poco a mí y me tocó levemente el hombro: “Sé muy bien cómo se siente. Yo ya pasé por eso. A Kiro, mi anterior mascota, tuve que ponerlo a dormir después de que un salvaje lo atropelló. Al ver el estado en que se encontraba, comprendí que sólo había una manera de procurarle alivio: la muerte inducida. Al aceptarla le di a Kiro la mayor prueba de cariño que podía darle.”

La interrumpió el llamado de la enfermera y me sonrió: “Ya es el turno de mi Monina. La traje para que la revisen porque no quiere comer: ojalá no esté enferma. Es el encanto de mis nietos y el mío. Vea cómo son las cosas: después de Kiro juré que jamás volvería a tener otra mascota, pero una tarde que fui al súper vi a esta solita, arrastrando su correa, y por eso me di cuenta de que sus dueños la habían abandonado. No tuve corazón para dejarla. Me la llevé a mi casa y no me arrepiento. A lo mejor, pronto, usted encuentra...”

No permití que terminara la frase. Aunque dichas con la mejor intención del mundo, sus palabras, en ese momento, me parecieron una descortesía hacia Mascarita o lo que aún restara de ella en el mundo, aunque dentro de mí quedaba el recuerdo de los momentos compartidos, los paseos, los juegos y hasta el de su sombra en la pared cuando se despertaba.

IV

Me acerqué a pagar los servicios. ¿Va a ser incineración colectiva o individual?, me preguntó la nueva recepcionista en tono desenfadado. Le contesté de mala gana: Individual, y sonrió para mostrar su agrado por mi elección. Luego me propuso que sería bueno que de una vez eligiera la urna donde iban a quedar las cenizas. Me pareció algo precipitado, para lo que no tenía respuesta, y la joven –a quien alguien llamó Xóchitl– siguió hablando: Con esto de la pandemia los proveedores se están tardando. Por el momento tenemos pocos modelos, pero véalos, a lo mejor le gusta alguno.

La recepcionista actuaba como vendedora de productos para el hogar y no de algo tan especial y significativo como es una urna. La seguí hasta el almacén donde se apilaban cajas de medicamentos y se exhibían las vasijas. Xóchitl especificó los materiales y la capacidad de cada una y llegó a una conclusión: A usted le convendría aquella. Es ideal para tres kilos, más o menos lo que pesarán... Le di la espalda y señalé un modelo, al parecer hecho de arcilla. Xóchitl la sacó de la vitrina y me informó que iba a llevársela a Mauricio.

Aunque comprendía que la recepcionista sólo estaba cumpliendo con uno de sus deberes, su buena disposición me resultó inoportuna cuando yo sólo quería privacidad y enfrentarme de una vez a mi nueva realidad. Salí huyendo del hospital. En un taxi regresé a la casa. Al abrir la puerta, por el silencio y la quietud de las habitaciones, volví a saber lo que es la soledad.