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Mar de Historias

Cuartos

L

as maniobras de un camión repartidor impiden que la combi avance. Lizbeth decide bajarse y hacer el resto del trayecto a pie. Eso le dará oportunidad de distraerse mirando las mercancías que se exhiben en los puestos callejeros. Se detiene frente a uno donde se vende ropa interior. Si tuviera dinero se compraría el body rojo con flecos dorados. Contrariada por la imposibilidad de satisfacer su capricho, se aleja hacia Circunvalación. A punto de dar vuelta en la esquina escucha que alguien la llama y se vuelve. Enseguida reconoce a Gregoria, la dueña de la fonda donde come con La Liebre, quien es también trabajadora sexual.

Lizbeth: –¿A estas horas chachareando? A poco tienes cerrado el negocio.

Gregoria: –No, pero me dan ganas. Llega muy poca gente. Y tú, ¿no me digas que ya volviste a chambear?

Lizbeth: –Aunque quisiera, no puedo. Los dos hoteles adonde siempre iba están cerrados, y en los otros, El Pitufo no quiere darme chance.

Gregoria: –Mejor para ti, puede ser peligroso. ¿Qué tal si el cliente está infectado y te contagia?

Nomás de decirlo, sentí feo. Cuéntame, ¿qué andas haciendo?

Lizbeth: –Voy a ver a la Rita. A lo mejor me da chance de quedarme con mis niños en su casa mientras vuelvo al trabajo y puedo rentar un cuarto.

Gregoria: –¿No estabas rentando uno por Santo Tomás?

Lizbeth: –Allí sigo, pero el dueño ya me lo pidió porque le debo cuatro rentas. Le digo que me espere tantito, que en cuanto vuelva a trabajar lo primero que gane se lo doy, pero no quiere. Está terco en que me salga.

Gregoria: –Y Lucio qué, ¿no te ayuda?

Lizbeth: –Ese vaquetón... Bueno, mejor otro día te busco y platicamos. Ahorita me tengo que ir porque ya es tarde.

Gregoria: –Pues córrele. Ojalá puedas arreglarte con Rita, pero si no, llámame a la fonda por si sé de algo.

Lizbeth: –Pero que no pase de mil. Es lo que me dieron por mi tele y estaba casi nueva. Nos vemos.

II

Lizbeth vuelve a oprimir el timbre. Un muchacho que sale del edificio le recomienda no insistir porque no hay luz. Ella agradece el informe y desde la banqueta llama a gritos a su amiga, quien al fin aparece en un balcón del que cuelgan ropas húmedas.

Rita: –Y ora tú, ¿qué milagro?

Lizbeth: –Y eso que no soy virgen. (Sonriente) Baja, ¿no? Necesito hablar contigo.

Rita: –Mejor sube tú, porque no me he vestido. Ahí te va la llave, pero la empujas fuerte porque a veces se traba.

Después de varios intentos, Lizbeth logra abrir la puerta del caserón convertido en vecindad y donde a esas horas se mezclan las músicas, los rumores de la vida doméstica y los gritos de los niños que juegan en el patio. Desde la puerta de su vivienda Rita le hace otra advertencia:

Rita: –Sube con cuidado porque algunos escalones están flojos. Ya varias personas se han caído. Pásale, pero cierra los ojos porque tengo un tiradero espantoso. (Despeja una silla.) Siéntate por favor.

Lizbeth: –Vine porque necesito que me hagas un favor. Mi casero me ha estado pidiendo el cuarto porque ya le debo varias rentas y ayer de plano me dijo que si no me salgo va a botar mis cosas a la calle. Si estuviera sola no me importaría que me echara, pero con los niños necesito encontrar dónde meterme.

Rita: –Aquí todo está alquilado. Vas a tener que buscar en otra parte.

Lizbeth: –No puedo. Llevo meses sin trabajar y ya sólo tengo lo que me dieron por mi tele.

Rita: –Ve con la Yolis para que te preste.

Lizbeth: –No está. Hace como una semana me llamó para decirme que su hermano Federico, el que era cocinero en Nueva York, se había contagiado del virus y murió. Ella acababa de recibir sus cenizas y fue a llevarlas a Oaxaca. No ha regresado.

Rita: –Pobre, ya me imagino cómo estará. A ver, dime, ¿para qué soy buena?

Lizbeth: –Necesito pedirte un favor: ¿crees que pueda quedarme aquí mientras vuelvo a trabajar y consigo un cuarto?

Rita: –Si estuviera sola, ¡encantada!, pero están viviendo conmigo mi mamá y mi tía Fina. Como las dos perdieron el trabajo no tienen para la renta.

Lizbeth: –Todo es tan horrible... Te juro que a veces me dan ganas de tirarme por la azotea.

Rita: –Y tus hijos, ¿no que los adoras tanto?

Lizbeth: –Sí, pero a veces me desespero: he buscado por todas partes y ¡nada!

Rita: –¿No has pensado en trabajar en las casas?

Lizbeth: –¿Crees que no? Ya fui a varias, pero están pagando muy mal. En la última me ofrecieron setenta pesos diarios. Eso ¿para qué me sirve? Disculpa que haya venido a molestarte. Ya me voy porque mis niños están solos.

Rita: –¿Ya qué edades tienen?

Lizbeth: –Cinco y cuatro, pero son bien listos. Como les he dicho que chambeo en un tianguis a cada rato me preguntan cuándo voy a volver al trabajo para que les compre su videojuego. Me gustaría dárselos; ahorita, ¡imposible! Pronto lo haré.

Rita: –¿Piensas volver a trabajar en... en..?

Lizbeth:–Sí, en la calle. No me queda de otra.

Rita: –Sabes que es peligroso.

Lizbeth: –Más peligroso sería vivir a media calle con mis hijos.