Opinión
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El mural de la web
B

ien vista, la Internet es un gran mural donde caben todos. De estar vivos nuestros emblemáticos muralistas, seguramente ya habrían incursionado en ella, como ha hecho Ai WeiWei. Sobre todo David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, quienes vieron en su trabajo mural una expresión artística, pero también una forma de educar al pueblo.

No es casual que la Organización de Naciones Unidas considere la educación como elemento indispensable para la inclusión social. Tampoco, que reconozca a la Internet como derecho humano.

La pandemia del Covid-19 nos ha hecho mirar la educación y la web de otra manera: como herramientas indispensables para la vida en sociedad, cuyas potencialidades no hemos aprovechado.

Diego Rivera supo que proveer de educación a las personas era responsabilidad del Estado, pero también que se requería de otras vías para llegar a grandes núcleos de la población sin el peso burocrático que la labor educativa conlleva. Sólo así entiendo su fervor por pintar murales, por hacer un arte público más cerca de la gente común en lugar de enclaustrar su obra en museos y galerías. Tenía el propósito didáctico, según Teresa del Conde, de educar a las masas.

Más allá de su comunismo –bastante atípico, por cierto–, de que cobrara sus murales por metro cuadrado como los albañiles, Rivera buscó reinterpretar el pasado de México de manera constante y hacernos mirar al futuro de la mano de la ciencia y la tecnología.

Si en los murales de México Diego mira hacia el pasado para sintetizar complejos procesos históricos, en los murales de Estados Unidos miró hacia el futuro; miró las máquinas, la ciencia, la clase obrera organizada, que para él representaba la posibilidad del cambio.

El conjunto de sus murales son todo un sistema educativo que, por momentos, se explica a sí mismo. Eso ocurre en ese espléndido mural de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Corrido de la Revolución, que se encuentra en la segunda planta del edificio. En una de sus partes aparece la escritora Antonieta Rivas Mercado frente a una soldadera que le da una escoba. La conmina a barrer un ejemplar de la revista Ulises, donde aparece postrado, entre una lira y una máscara de teatro, el poeta Salvador Novo, con orejas de burro.

Novo y Xavier Villaurrutia dirigieron Ulises, y su patrocinadora fue Rivas Mercado. Más que una postura antintelectual, la crítica de Diego Rivera es, me parece, a cierto tipo de intelectuales cercanos al poder. La crítica también fue autocrítica, porque Diego participó en la revista Ulises, y no sólo eso: recibió a Novo muchas veces en su casa donde vivía con Lupe Marín.

En otra zona de los murales de la SEP, el pintor ridiculiza a un pequeño grupo de sabios que parecen aislados de su entorno. En contraparte aparece en el mural llamado Alfabetización un conjunto heterogéneo de niños y adultos, donde los libros son la herramienta que a todos conviene.

Diego Rivera no logró educar a las masas con sus murales, pero fijó de manera indeleble en el imaginario colectivo no pocas cosas. Pensemos en la pintura donde resemantizó a Emiliano Zapata como líder agrario, sepultando para siempre la imagen del Atila del Sur que lo había definido. También pensemos en esa otra imagen de un Zapata que busca Tierra y libertad, frase que nunca dijo el revolucionario, pero sirvió a Rivera para sintetizar su pensamiento.

Hace casi un siglo, y después de la Revolución, un general come curas –Álvaro Obregón–, un secretario de Educación creyente –José Vasconcelos– y un pintor comunista –Diego Rivera– coincidieron en que la educación y la cultura resultaban indispensables para construir una nación. Cuánta falta nos hacen esos diferentes que estuvieron de acuerdo en lo esencial: construir una nación.

Desde hace tiempo a tirios y troyanos parece importarles poco la educación y miran la web como un gran ring para intercambiar insultos, tergiversar, calumniar, mentir. Tal vez tenga razón Elena Poniatowska cuando afirma que nuestro pasado es superior a nosotros.