Opinión
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Ciudad perdida

Cambios que irritan a los menos

H

ace no mucho, apenas un par de años, poco antes de estas fechas, hasta los que metían la mano en el saco de la corrupción aullaban por el cambio hartos de lo que vivían, temerosos por la violencia, escandalizados por el latrocinio.

Ninguno esperaba que ese cambio significaría sacrificar la forma de vida que había impuesto el cabalgar de la deshonestidad. No para muchos, pero siempre la minoría, seguramente la idea era que el cambio no les afectara; es más, que el cambio fuera: sí, que se robe, pero poquito.

Parecería que se buscaba lo imposible: que se diera el cambio sin transformación. Justicia sí, pero en los bueyes de mi compadre. La maquinaria de la corrupción dejó ya casi de aceitarse, casi se frenó y está a punto de abandonar la fabricación del producto que aún provoca muchas de las grandes desgracias del país, sustentada en el binomio de muerte: robo-impunidad.

El resultado es que, por ejemplo, el gasto de las familias en su alimento aumentó de manera efectiva año con año, desde hace dos, pero la venta de automóviles, es verdad, ha caído. Los que no pueden cambiar su auto por uno de modelo reciente se quejan frente a cámaras y micrófonos; los que regularmente no encuentran eco en los medios compran un poco más en el súper.

Pero en honor a la verdad los dos parecen tener razón. Nadie está dispuesto a renunciar a su tren de vida por una justicia social hasta hoy poco tangible, y ninguno de los menos favorecidos en el periodo de la dictadura del mercado busca micrófonos para agradecer que el cambio le permita comer mejor.

Pero no es esa la transformación que irrita a los menos, pero muy poderosos. A ellos lo que les provoca ira es que en estos dos años han perdido los espacios desde donde mangoneaban a su placer la vida del país.

De pronto perdieron los espacios informativos de la mañana. La agenda política y económica del día ya no la marcan ellos –hoy sólo reaccionan, muchas veces, con noticias falsas–, luego se les prohibió el paso a las negociaciones sobre los recursos naturales del país, donde ellos decidían, y después se les arrebató la careta con la que pisaban los terrenos de la justicia para hacernos ver que las leyes sólo eran canales de operación para su beneficio.

¿Quién no estaría enloquecido por esas pérdidas? Fueron más de tres décadas de hacer y deshacer, años y años de un país a modo en el que su voluntad, solamente su voluntad, era el todo; donde la semilla de la violencia hizo crecer, enorme, el tronco de la violencia, y hoy todo eso ha menguado. Hoy sólo son otro sector en la vida del país, y eso les duele, y mucho. No se aguantan.

Más allá de los contagiados de odio, las encuestas serias publicadas hoy podrían contar la misma historia, pero con números. Que nadie se olvide que lo que hoy se tiene es producto del terrible pasado inmediato.

De pasadita

Esta nueva normalidad se parece tanto a la vieja, que lo más seguro es que la enfermedad, que no ceja, se aferre y nos dé otra terrible lección.

El cubrebocas, tan vilipendiado al principio de la pandemia, se ha convertido en el héroe de todas las batallas, en la armadura de la inmunidad. Quien lo usa supone que está fuera de peligro y entonces rompe con la sana distancia, saluda de mano y, ¿los más intrépidos?, hasta de beso.

Hoy se vive en naranja, pero el regreso al rojo y a mayores restricciones está a la vista. Algo tendrá que hacer el gobierno para evitar la explosión, pero la gran responsabilidad sigue siendo de los ciudadanos.