Opinión
Ver día anteriorDomingo 14 de junio de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Puntos sobre las íes

Recuerdos / Empresarios (CXXVIII)

P

ensarlo y grandeza, lo pensaba… Sinónimos de la mentalidad americana de Conchita Cintrón y, además, según lo escribió, una de sus mayores ambiciones era vestirse de corto en la célebre sastrería Morales. Ella la había conocido a través de su rótulo y nombre del forro encarnado del viejo chaquetón de Ruy.

“Para esto, salimos muy de mañana, Asunción, Ruy y yo hacia la sastrería, mientras Roberto, el conserje el hotel Alfonso XIII, llamaba a un botones, que a su vez, le avisó al portero que deseábamos un coche de caballos. Llegó el vehículo y bajamos los grandes peldaños del hotel mientras el portero, mirando burlón al triste equino, le preguntó al cochero:

“–¿Llegará la jaca hasta la plaza de San Fernando?

“–¡Cómo! –contestó el cochero, indignado–, ¡y a la gloria también!

“–Anda ya –dijo el portero–, está tan flaca que si la ponés al sol se le ve la paja en la barriga.

“Escuchando divertidos el diálogo, subimos al carruaje.

“–Mucho cuidado –le recomendó el portero–, que a los señores no les gusta mucho la velocidad.

“Si las miradas mataran, el portero hubiera caído fulminado.

“Por el camino, al compás de los latigazos y el lento trotar del penco, el corchero nos contó las proezas increíbles de su animal: la vez que rejoneó y la vez que ganó una carrera: Yo disfrutaba tanto, que no podía ni hablar.

“Así llegamos a la plaza de San Fernando, donde tuvimos que esperar el paso de varios tranvías y coches que no llevaban ninguna prisa. Cruzamos la calle y en una puerta igual a otras mil, vi un pequeño letrero que decía: Antigua Casa Morales. Entrando –bastó empujar la puerta– nos encontramos en un pequeñísimo recibidor y por esto en la semioscuridad del ambiente de la casa no conseguí ver nada. Al rato, conforme acostumbraba la vista a la luz tenue, reparé que su único mueble era un mostrador muy sencillo de gruesa y pulida madera. Al lado izquierdo del viejo mueble, una puerta daba hacia el taller y a la diestra, otra puerta señalaba la entrada al probador, que se perdía en una revolución de trajes sobre la mesa y las sillas que los ocupaban. Al fondo, una ventana enrejada, espiaba, soñolienta, la estrechísima y ensombrecida calle.

“En estos rincones de Sevilla y entre el barullo de las carretas y el rechinar de los viejos tranvías, trabajaba don Manuel Celis, sucesor de Morales. El sastre era bajo y delgado, de cabellos canosos y palabras medidas. Jamás sonreía, limitándose con su privilegiada tiza a marcar aquí o allá los defectos de su obra. Los trajes, una vez terminados, nunca eran idénticos, mas todos estaban bien cortados y tenían gracia. Cuando a don Manuel Celis le agradaba alguna chaqueta, llamaba a un empleado –como sucedió una vez conmigo–, a su mujer, para que apreciara el traje acabado.

“Don Manuel, como he observado, hablaba poco. Un día aparecí en su casa con el traje que me había mandado y le dije que era –efectivamente, lo era– un mamarracho. El magnífico sastre se quedó mirando su obra. Luego dijo apenas, y ponderadamente: ‘También Frascuelo tuvo sus malas tardes’.

“Y me hizo otro.

“Había decidido yo, con mi espíritu anglosajón, que en Sevilla encontraría en el acto cuanto se refiriera a ropa castiza. Pero ¡qué va! Para los zajones buenos tuve que llegarme hasta el cercano pueblo de Coria a que me los hicieran a la medida. Y, por supuesto, sin prisas. Y para los botos necesité ir a una calle minúscula, de claveles gigantescos y preguntarle a una vecina si el portero de la casa aún hacía botos.

“‘Los mejores del mundo’, me contestó la señora.

“Pues aun así, para encontrar al zapatero tardé un día.

“Las camisas de chorreras, que también encargué, me las hicieron en aquella callecita estrecha que va hacia la plaza del Pan. Luego fueron planchadas, ¡ah! Por la mejor planchadora de España, la mejó de la mejó, como ella misma cercioraba desde su puerta, en el barrio de Santa Cruz. Era gorda la graciosa planchadora. Olía a carbón y ropa limpia y lucía como corona perpetua un fresco clavel.

¡Qué lío fue más tarde, mandar camisas entre feria y feria y sombreros entre corrida y corrida!

(Continuará)

(AAB)