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Mar de historias

Matar el tiempo

I

H

asta hace muy poco nos quejábamos de que las horas del día no eran suficientes para poder cumplir con nuestros programas de trabajo. Hoy, que a causa de la pandemia tenemos que permanecer recluidos entre cuatro paredes, lamentamos que los minutos fluyan despacio y con sobrecarga de segundos.

En represalia, nos proponemos matar el tiempo haciendo cosas que fuimos postergando una y otra vez por considerarlas irrelevantes o tediosas. Por ejemplo: ordenar el ropero. Hace años que ese mueble heredado está lleno de prendas que se fueron haciendo viejas: algo decoloradas, sus pliegues se convirtieron en arrugas profundas. Es el momento ideal para ventilar esos atuendos que huelen tanto a encierro y también a humedad. Al desdoblarlos para colgarlos en la ventana con objeto de que tomen una hora de sol, de ellos caen montones de recuerdos.

II

En ese vestido gris-acero con falda acampanada se concentran minutos de la tarde en que nos despedimos de mi hermano menor. Supimos poco de él, de su vida lejos. Nunca volvió. En el suéter verde tierno quedaron entretejidas las lecciones de francés que tomábamos los martes y los jueves, ya muy tarde. En la blusa que tiene flores nomeolvides bordadas en los puños quedaron la emoción y el nerviosismo de acudir a mi primer día de trabajo. En el bolsillo de la falda negra encontré el papel que Lloyd me puso en la mano durante el que iba a ser, sin nosotros saberlo, nuestro último encuentro. Por ahora no pienso releer el mensaje.

III

Al fondo del último entrepaño descubrí la mantilla negra que usaba mi madre cuando iba a dar un pésame o a la iglesia. Ese rectángulo de encaje negro contiene el recuerdo de su voz, de su mirada, de su cabello. Sería un alivio tenerla junto, acariciarla y aspirar su olor a polvos de arroz y tabaco. Pequeñas nubes de humo la envolvían siempre que nos contaba alguna de sus historias. Eran alegres y divertidas cuando deseaba hacernos menos amargos los momentos en que padecíamos una enfermedad, una pérdida, un fracaso, o nos sentíamos agobiados por la sensación de abandono cuando mi padre se refugiaba en el alcohol.

IV

En el ropero encontré su sombrero de fieltro. Me bastó con tocarlo para ver a mi padre como era: pequeño de estatura, apresurado, inteligente. Huérfano de padre, desde muy niño tuvo graves responsabilidades. Recibió la mínima instrucción. Fue valiente, se sobrepuso a muchas pérdidas –la tierra, la casa, su familia...–, pero no logró soportar la muerte de mi madre: falleció dos semanas después que ella.

Poco antes de que ocurriera su deceso, una fría mañana, de casualidad, lo encontré en la calle. Iba tan ensimismado que tuve que tocarle el hombro para que respondiera a mi saludo. Nunca lo vi tan frágil, tan solo como entonces. Imaginé que necesitaba desahogarse y le propuse que buscáramos un café. Dijo que prefería caminar y se dirigió al parque donde todas las tardes mi madre y él paseaban unidos por su impenetrable compañerismo.

Sentí necesidad de saber algo acerca de aquellos paseos y tomé como pretexto para acercarme al tema una pregunta: ¿En qué banca se sentaban? Señaló la más apartada. Pensé que verla sin ella lo enfrentaba a su soledad; lo abracé. Lo sentí estremecerse y se volvió a mirarme. Su expresión denotaba angustia y el esfuerzo para no gritar y contener el llanto. Si hubiera llorado habría podido consolarlo recordándole lo que él tan bien sabía: cuánto lo amaba mi madre.

Al cabo de unos segundos, sobrepuesto, se echó a caminar como si estuviera solo. Fui tras él. Se detuvo ante su banca, miró a su alrededor y después, con una sonrisa extraña, me hizo una confesión que en aquel momento interpreté como un simple alivio: Sin la señora, sin su plática, no voy a poder vivir. Le pedí que no dijera eso y me puse a llorar.

Dos semanas después, luego de una estancia brevísima en el hospital, murió en silencio. Comparte la fosa con mi madre. Aunque he olvidado algo de sus facciones, los imagino caminando juntos, uno muy cerca del otro: él, describiéndole su infancia en el campo; ella, inventando alguna de las historias que embellecían nuestra vida. En estos momentos, con tan sólo evocarla, ha vuelto a hacerlo.

V

Hoy me di cuenta de que ordenar el ropero no es una actividad tan inocente como pensaba; es más, tiene sus riesgos, entre otros que al sacudir las prendas se desborden los recuerdos de momentos y presencias que nunca volverán. Sin terminarla, es mejor que abandone la tarea.