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Dirán que lo imaginé
E

l 16 de marzo de 2020, el mismo día en el que en El Correo Ilustrado de La Jornada publiqué esta carta con relación al Covid-19, Me atrevo a opinar que estamos viviendo una guerra mundial en la que, por primera vez en la Historia, todos los países están unidos en contra de un enemigo común, que no es humano, pero que sí es fatal, Clarisa Landázuri escribió en La Voz Brava, “Dirán que lo imaginé, lo cierto es que cuando me encaminaba al supermercado a hacerme de lo indispensable para pasar alimentada el encierro al que la crisis nos ha confinado globalmente, se me acercó un vagabundo, sesentón, de mirada particularmente chispeante, que me pidió dinero, ‘Lo que usted quiera darme, señora, y perdone el abuso’, con habla, dicción y maneras mejores de las que su aspecto podía anunciar. Vestido de harapos, con una barba tupida gris, hirsuta, larga, descuidada; con una trenza gris, larga, rala, que asomaba por la nuca debajo de un sombrero de ala ancha, de fieltro negro desgastado; de guaraches de suela de llanta; con un pantalón demasiado amplio para su delgadez, ajustado en la cintura con un mecate; con una camiseta negra de cuello alto y manga larga, demasiado holgada para su delgadez, ‘Lo que usted quiera darme, señora’, me dijo. Le di un billete de 200 pesos, que enrolló y colocó sobre la oreja derecha, como si fuera un lápiz.

“Al salir del supermercado, con una canasta repleta que me colgué del hombro, contenta porque había encontrado suficientes alimentos y bebidas para atravesar sin sobresaltos al menos la primera quincena del encierro obligado, me disponía, recargada, a subir la cuesta y llegar al Café Bravo y, a la vuelta, a mi casa, cuando, al pasar frente a la librería Libros, libros, libros, la única de Brava, pero bien surtida, de clásicos de siempre, vi salir de sus puertas al vagabundo, al destituido, con un libro bajo el brazo. Controlé mi impulso de alcanzarlo y abrazarlo, pero no frené mi curiosidad. De modo que, con mi cargamento encima, me desvié de mi camino y seguí al desharrapado.

“Después de caminar algunas cuadras sobre la avenida, y después de uno que otro quiebre que dimos y ascenso que hicimos por diversas calles, callejuelas y cuestas, lo vi llegar a la barranca de Brava y vi, desde una esquina en la que me aposté, que de inmediato el vago se acomodaba a leer, debajo de la sombra de un fresno, contra su tronco, sobre la tierra, de la que asomaba un tupido radio de raíces, junto a las cuales se extendía una cobija y capas y más capas de periódicos y cartones que conformaban su lecho. Vi, también, que de una de las ramas del árbol colgaba una bolsa grande, de yute, abultada, a través de cuyo tejido era fácil advertir que el abultamiento, que la carga, consistía en libros, libros y más libros.

“Me puse los anteojos y con nitidez pude distinguir que el libro que el vagabundo, que el destituido, empezaba a hojear, a leer, era El cazador oculto en el centeno, título de JD Salinger que, a mi vez, yo misma atesoro.”

Que el vagabundo que Clarisa Landázuri protegió bajo su manto fuera lector, era asombroso, ciertamente; pero que, con los billetes que Clarisa le dio, lo que él hubiera ido a comprar hubiera sido un libro, en momentos en que una pandemia mortal recorre el mundo y lo que la gente busca es alimento y son hospitales y son medicamentos, me pareció memorable, extraordinario.