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Mar de historias

Otro cielo

P

rocuro ir al panteón por lo menos cada mes y nunca fallo en los aniversarios luctuosos de mi tía Adelina, quien fue como una madre para mí. El lunes pasado cumplió ocho años de muerta. Como yo estaba en la huelga general de mujeres no pude visitarla. Lo haré el próximo domingo, muy temprano, a la hora en que el aire huele a tierra mojada, aún no llegan los deudos ni los grupos musicales y sólo se escuchan el canto de los pájaros, los ladridos de los perros y los gritos de los niños aguadores que juegan mientras llega el momento de ponerse a trabajar. Cada que los veo me pregunto si sus compañeros de la escuela saben en qué se ocupan los domingos y otra cosa: ¿qué les espera cuando sean mayores?

A veces sólo se presentan dos o tres niños y no siempre son los mismos. El único al que me encuentro cuando hago mi visita se llama Román. Es el hijo de un músico ciego que –según dice el letrero a sus pies, junto al botecito donde recibe las propinas– toca para alegrar la soledad de los muertos. Siempre es muy agradable oírlo, pero creo que lo será más en estos días tan inquietantes, en que todos estamos temerosos a causa del virus.

II

La sepultura de mi tía se encuentra en la tercera sección del cementerio. Para llegar hasta allá debo recorrer casi todo el terreno. En la primera y la segunda secciones hay muchos árboles preciosos que no he visto en ninguna otra parte, así que tomo la caminata como un paseo. Si cuento con algo más de tiempo, me entretengo mirando las capillas y las criptas. Son las más grandes, algunas hasta parecen edificios.

Entre todos los mausoleos hay uno muy notable. Está hecho de mármol tan blanco que cuando le da el sol parece de plata. Una mujer se encarga de retirar las hojas y las ramas que van cayendo a su alrededor, además de mantenerla limpia por dentro. Según me explicó la primera vez que le hice plática, tiene doce bóvedas y es un poco más amplia que los cuartos que ocupa con su marido. Él es marmolero.

Muchas de las lápidas que hay en el cementerio son obra suya. Es fácil reconocerlas porque todas tienen pequeños detalles –ya sea una flor o una guía de hojas– que él agrega según su inspiración y por los que no cobra: Son como su firma, me aclaró muy orgullosa la mujer. Si me la encuentro el domingo le preguntaré su nombre.

III

Llevo ocho años viniendo al panteón y he notado que cada vez se presenta menos gente. Antes los domingos esto era una kermés. Por todas partes se veían familias sentadas alrededor de las sepulturas comiendo y oyendo el radio, tan animadas como si estuvieran celebrando un día de campo. Afuera, a todo lo largo de la barda, se instalaba una docena de floristas con sus canastos repletos. Ahora sólo queda uno. Cuando es temporada de gardenias le compro un ramito para llevárselo a mi tía: era su flor predilecta.

En la tercera sección no hay mausoleos, sólo capillas y tumbas. Son muy modestas; en ocasiones no pasan de ser un montecito de tierra con una cruz de madera en la que ya casi no pueden distinguirse los nombres. Algunos son rarísimos: Senen, Tiquico, Donaciano, Nerea, Élfego. Cuando no hay nadie cerca y los leo en voz alta enseguida recuerdo lo que contestó una señora cuando el locutor le preguntó por qué llamaba a diario a su programa radiofónico: Sólo para que alguien diga mi nombre: es lo único que me hace sentir que todavía me toman en cuenta, que tengo mi lugar en el mundo y sigo viva. Al escucharla pensé: ¿cómo es posible que alguien pueda sentirse tan solo, tan abandonado, cuando somos millones en esta ciudad? Luego pensé: a lo mejor por eso, porque entre tanta gente nos perdemos.

IV

En Semana Santa, sobre todo en la tercera sección, se levantan muchas tolvaneras. Eso contribuye a aumentar la tristeza de esos días. A lo mejor para otras personas son muy gratos, para mí no: si pudiera saltármelos, no lo dudaba. Me traen malos recuerdos: las penitencias a que todos –hasta los niños– estábamos obligados en la casa, la prohibición de escuchar música, reír o sostener conversaciones en voz alta; la ropa clara o ligera se guardaba en el ropero y sobre los espejos se tendían lienzos morados para recordarnos que eran horas de luto y expiación.

Cuando mi tía Adelina murió, apenas logré pagar los servicios funerarios y la tumba con una lápida sencilla. Desde entonces me propuse hacer ahorros para sustituirla por otra con su nombre, sus fechas y alguna bonita frase de despedida. Por desgracia, siempre hay gastos imprevistos que me impiden realizar mis planes. A como van las cosas, me temo que este año tampoco lo haré. Pero no pierdo las esperanzas porque, como opinaba mi tía: hay más tiempo que vida. La de ella se acabó y el tiempo sigue.

Cuando le hacía visitas breves, Adelina protestaba: Mejor ni hubieras venido. Llevada por ese recuerdo, procuro quedarme junto a su tumba por lo menos una hora. Dedico ese tiempo a recoger la basura acumulada y a lavarle sus flores, pero sobre todo a conversar con ella. Le cuento lo mucho que Fabián ha cambiado desde que perdió el oído, cómo le está yendo a mi hijo en el consultorio que montó con su compañera y le hablo de mis esfuerzos para no perder el trabajo.

En la tercera sección del cementerio abundan el pasto y las plantas silvestres, pero sólo hay un árbol. Es una jacaranda muy alta. Como es muy frondosa, allí anidan infinidad de pájaros y da una sombra buena y apretada. Sus ramas, al entretejerse, forman una especie de techo en movimiento, un cielo más bajo que proyecta su deslumbrante tono azul sobre el sepulcro de mi tía Adelina.