Opinión
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Final de año Lope de Vega maniaco
S

olía Lope de Vega, el rival de Miguel de Cervantes, amanecer muy triste, como si viviera un mundo de amarguras, infortunios, orfandades –la muerte de su hijo Carlitos–, miserias, lágrimas.

Poeta de luna lunera que escribió su propio juego. Apila que apila, versos y más versos, patrimonio interno de la vida; caudales de arte que lentamente se deshacen sin lograrse, notas de escritura interna, que siglos después fue una de las bases del pensamiento de Jacques Derrida, el filósofo francés.

Tarde a tarde, Lope se sometía al sorteo riguroso del fantaseo más allá de lo conceptual y llegaba a la memoria de los sueños; doble sentido del que tarde a tarde salía aplastado por la culpa: rojo de vergüenza, triste, cargando en la conciencia el pesado fardo de los remordimientos: amoríos, paso a nuevos y nuevos amoríos, deseos frustrados por el verdugo de la propia tiranía interna, que escribía en la piel de las amantes la vibrante y culpígena manotada de la caldera sexual, vital como la prosa, cálida como el verso.

Lope de Vega con los toros bajo la piel de sus vacas queridas gesticulaban diabólicas muecas de libidinosidad, enredada en irónicas sonrisas cargadas de amargura.

Muecas, carcajadas fúnebres, velos de orfandad, chasquidos de lágrimas contenidas, sordos gemidos de cuerpo tejido, da caricias de vaca féminas y una que otra masculina, al paso del barboteo del juego salitroso del sudor erótico, que regaba las pieles de amoríos y subían a nublar el cristal cetrino de los ojos desorbitados.

En lo más profundo de la blanca hoja, vivía las tardes entregado a largas horas de fantaseo. Memorias de otras épocas más acá de la conceptualización, jugando a las añoranzas y nostalgias, mientras esperaba la noche, la eterna noche de aventuras y desventuras eróticas, danzas infantiles, tiernas regresiones a túneles culebrescos que se movían en la tarde cálida y templada y daban paso a la juerga templada de vitalidad desorbitada.

Lope de Vega fue fanático de la escritura; escribía y escribía a todas horas, sin importarle la opinión de los demás, entregado a los sueños, echado indolentemente sobre sus Filis, Amarilis, Martha –la de los amores sacrílegos– o Jerónima, recreando imágenes lentas y perezosas en que escribía sobre las espaldas turgentes y bellas cargadas de hormonas y alegrías, entre soleares y fandanguillos que develaban fantasías y misterios y en la memoria se visten de negro, antes de la roja salida del sol, y el gris plomizo del horizonte que recoge los tonos multicolores entre las sábanas, que servían de mesa a la piel que al recibir su escritura, mágicamente se tornaba un texto, que brillaba en el mariposeo de las rimas, lentejuelas sobre los bullones de seda y frescas bocanadas matinales despliego del dormir atormentado.

El ritmo de la escritura de los versos llegaba a los oídos de Madrid, y plácidos sones eran marco al fantaseo a intervalosy el rumor perfumado de las calles, a lasque transmitía poemas y cantares obras teatrales de vida negra –Fuenteovejuna–,en que al verso era el de la capital españo-la y la leyenda también, en la que además de versos, iba algo grande, conmovedor, muy hondo y apartado de la vida, y con otro efecto.

Al despertar, ligeros gases de humor flotaban en el espacio, tristeza de huérfano que deshacía como jirones en naranjas; la esperanza, esa esperanza, que nunca perdió y venía envuelta en otra amante, entre el aleteo del viento que parecía cercenarse al triste gemido de la agonía melancólica en el convento.