Opinión
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La Revolución dejó de serlo
L

a revolución siempre fue la revolución, para parafrasear a Luis Cabrera. Hasta que dejó de serlo a pesar de esfuerzos y discursos varios y provenientes de los más diversos y encontrados sectores y grupos sociales.

En un lapso relativamente corto, los compromisos de aquella historia fueron refuncionalizados, pospuestos o desnaturalizados. Sometidos a una metamorfosis lamentable, dañina para la salud del propio régimen construido al amparo de la herencia revolucionaria. Era la secuela de la crisis de México de que nos hablara Cossío Villegas y que el maestro Silva Herzog resumiera en un contundente la Revolución Mexicana ha muerto. El verbo quiso mantenerse aunque en mucho se renegara de aquella gesta y se traicionaran algunos de sus principales mandatos y legados. Y así se fueron los años y pasó la vida.

Muchos de mi generación y otras aledañas, después de criticar con severidad la revolución a partir de sus desempeños y resultados en materia de igualdad y equidad, protección social y atentados contra los derechos fundamentales, buscamos sin embargo recuperar lo que entendíamos que era su mensaje esencial y profundo, arraigado no sólo en su propia y turbulenta historia sino en lo que nos decía y enseñaba la evolución política del pueblo mexicano, como gustaba decir Justo Sierra.

No se trató de una mistificación ni de un auto engaño, sino de buscar poner los pies en la tierra de la política y del Estado a cuyas letras y dichos se aferraban grandes contingentes sociales, proletarios y campesinos, surgidos de la propia revolución. Se trató de un discurso voluntarioso pero que, a la vez, buscaba liberarse de los mandatos de hierro de un marxismo mal traducido y peor entendido que dejaba de lado, o de plano renegaba de, las grandes líneas para la transformación histórica y estructural de que fue portadora la revolución. Estas líneas, enseñaba Rafael Galván en su ejemplar lucha por la justicia social y el derecho de los trabajadores, pudieron desplegarse en los años que siguieron al inicio de la reconstrucción del Estado, con la configuración de un régimen comprometido con el reclamo de justicia social que resonara por décadas de guerra, fratricidio y simulación que llevaron al país a la erección de un Estado nacional propiamente dicho.

Mucho de invención y manipulación simbólica hubo, pero también algo, a veces bastante, de reforma institucional e invención de formas de relación política que traerían la paz para luego volverse el sustento de un espejismo, no sólo para las clases subalternas, sino para las propias clases y grupos dominantes que surgieron al calor de las reversiones y revisiones de la posrevolución. Hasta que la mitomanía del aquí no puede pasar nada porque todo es progreso, paz y amistad, estalló en furia y ruido, represión y desencanto masivo, en el 68 y su dura secuela, llegando a la guerra sucia que avergonzó a todos, nos diéramos cuenta o no, y manchó indeleblemente al Estado y sus fuerzas del orden, disfrazadas de banda asesina.

Se nos fue la revolución y ahora se nos propone otra transformación de calado similar, pero hecha para avanzar en paz y armonía. Con amor y paz ha dicho el Presidente. Veremos qué tanto se puede avanzar con esta premisa, en un país cruzado y maniatado por una violencia inaudita y la terrible merma de nuestras capacidades institucionales, financieras y fiscales, que más bien anuncian más de una decena trágica. Evitarlas es tarea de la política. Una política deliberativa e incluyente; comprometida con la justicia social y la racionalidad histórica; alejada del abuso de la simbología y la retórica vacuas.

La Revolución es la Revolución y así fue, como un remolino que nos alevantó. Los mistificadores de siempre nos hablan ahora de la revolución como un gran engaño. No fue de eso de lo que hablaron sus críticos preclaros sino de desviaciones que habría que enmendar y superar.

“Ya se sabe, apuntaba Carlos Fuentes, que en México sólo hay héroes muertos: Zapata, Madero, Villa, que al ser asesinados son rescatados del azar y pueden alimentar el necesario mito de la promesa (…) México no puede aplazar más, sino tratar de resolver democráticamente, los problemas populares de hoy. Sólo la conjunción de la democracia política y de la justicia económica pueden lograr una mejor distribución del ingreso nacional, en la actualidad modelo de injusticia” ( Tiempo mexicano, México, cuadernos de Joaquín Mortiz, 1971, pp.63, 65).

Lo que se impone es intentar de nuevo sin temor a fallar. Como dijo el gran Beckett, después de fallar hay que tratar de nuevo, sólo para tratar de fallar mejor .