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1519: la demolición de un orbe
L

a desgracia y destrucción de Tenochtitlan en 1521, y de toda una civilización continental, se origina en un embuste de Hernán Cortés, quien deformó para siempre la ‘‘verdad histórica” de su encuentro en 1519 con Moctezuma II, tlatoani del lugar tan principal. El capitán de marras haría creer a su rey austriaco que los indígenas le ofrecieron su lealtad, cosa que nunca ocurrió pero a él le permitiría justificar la guerra contra ellos si acaso ‘‘traicionaban” dicha lealtad. Escribe la historiadora Camila Townsend:‘‘Cortés sólo deseaba decirle a Su Majestad el rey Carlos lo que Su Majestad necesitaba escuchar”, luego de admitir que ‘‘nunca sabremos lo que Mocte-zuma realmente dijo”. En cinco siglos, los historiadores no han desentrañado esa laguna fundamental. Nunca loharán.

La verdad no se perdió en la traducción oral de Malintzin, una mujer avezada, educada, perspicaz, con don de lenguas, moderna. La verdad se perdió en la traición a la traducción. Como documenta Townsend en su magnífica biografía a contraluz Malintzin, una mujer en la Conquista de México (Ediciones Era, 2015), ella, conocedora de los elaborados códigos de la cortesanía mexica, fue escueta y directa al transmitir su versión en maya a Jerónimo de Aguilar, y éste, que odiaba a los indios, la pasó al castellano del invasor. Fue la única que realmente entendía qué estaba pasando: ‘‘Sólo ella podía resolver las dificultades que surgían a medida que se definían las reglas de convivencia entre dos grupos de hombres que no se entendían para nada”.

Eso define los días y semanas posteriores a la llegada de Cortés y su gente a la portentosa ciudad, centro de un área poblada por un cuarto de millónde personas. En los días finales de 1519 se definirá para siempre la que Eduardo Subirats llama ‘‘guerra santa contra el indio”. Justificará la invasión, demolición y expoliación del continente en las décadas posteriores. Su impronta en el siglo XXI sigue ardiendo, de México a Wallmapu. El primer –y casi único– crítico de la brutalidad y la falsía de los suyos, Bartolomé de Las Casas, décadas después romperá la unanimidad teológica que fundamentó la conquista. En Filosofía y tiempo final (Afínita Editorial, México, 2014) Subirats reporta con rigor casi doloroso las denuncias y juicios lascasianos, y cita un pasaje determinante de los Tratados del dominico:

‘‘El primer ingreso o pie, con que los españoles entraron en las Indias y en cada provincia, reyno y parte dellas, desde que se descubrieron por el año de 1492 hasta hoy inclusive, que somos diziembre de 1563, fue violento, nefando y tyránico y crudelísimo, y de crueles enemigos; y tal que ninguna gente, por bárbara y sin ley e razón que fuera, pudiera hacello. Asimismo el progreso y desorden del gobierno que por todo aquel orbe pusieron.”

Subirats concluye además que ‘‘es absurdo pretender” que no triunfó la doctrina de Ginés de Sepúlveda (quien postulaba la ausencia de alma en el indio). Los invasores hicieron en ‘‘su” América lo que les vino en gana. La dimensión del genocidio y el saqueo siguen sin parangón histórico. Lo justificaron con triquiñuelas cortesanas, militares y teológicas. Tal cinismo lo inauguró el propio Cristóbal Colón. Como en las Cruzadas, los obnubila y absuelve a todos el sentido de una ‘‘misión”.

No podían saberlo Moctezuma II, sus aliados, sus sacerdotes ni sus enemigos, que eran casi todos los demás pueblos, no sólo los tlaxcaltecas. La misma Malintzin, nahua y popoluca de la costa de Coatzacoalcos, era víctima del imperio a cuyas entrañas la condujo la casualidad en un rol clave; dominaba las sutilezas de un mundo vasto y antiguo que sólo a los europeos parecía ‘‘nuevo”. En el fondo, sugiere Townsend, Malintzin quería volver a su casa, de donde fue arrancada muy joven y llevada como esclava de lujo a tierras mayas. Participaba de aquella abundancia de genio y sofisticación en artistas de palabra e imagen, chamanes, arquitectos, agricultores, administradores, educadores y astrónomos de inusitados rigor y pulcritud. La historiadora neoyorkina registra la reacción de Alberto Durero al ver en Bruselas una exposición de las piezas mexicanas que enviara Cortés al emperador de ambos: ‘‘En todos los días de mi vida no había visto nada que regocijara mi corazón tanto como esos objetos, pues entre ellos he visto maravillosas obras de arte y me pasmo ante los sutiles entendimientos de los hombres de otras partes”.

Paso a paso, los españoles conocieron la dimensión de sus crímenes. Aunque lo negaran, sabían que arrasaban a gentes de razón, una razón que los espantaba. Tras ellos vendrían otros imperios que hasta ‘‘buenos los harían”, a pesar de la Leyenda Negra de gusto inglés pero en cuyo origen estaría el propio Las Casas, el testigo incómodo.