Opinión
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Los vuelcos de la razón
C

omenta Clarisa Landázuri en La Voz Brava que ya no se trata de reclamar nada al mundo, la época, el país, la ciudad en la que vives ni a la sociedad en la que te desenvuelves ni, tampoco, al gobierno que te gobierna, absolutamente nada, sino que más bien de lo que se trata es de alzar los hombros o las cejas y seguir adelante o, aún mejor, aprender a reírte de cuanto te gustaría criticar o de cuanto supones que deberías criticar, porque en lugar de bajar la vista ante lo que encuentras o de acabar con tu vida porque tanto de lo que encuentras en ella te abruma de horror, de incredulidad, de pánico, de dolor, lo que debes hacer es abrir bien los ojos ante el otro tanto que, asimismo, encuentras a tu paso diario por la vida, ese tanto que es el que te alienta y te ilumina y te hace sonreír y hasta reír de alegría, el tanto que te hace querer vivir y no querer morir, como hace su contraparte.

En todo caso, Clarisa cuenta que, al haber tenido que bajar de Brava a la ciudad para surtirse de los medicamentos sin los cuales simplemente no podría seguir simplemente viva, se presentó en la farmacia Santo Cielo, en la sucursal de la extendida, prestigiosa y, no obstante, popular cadena que acostumbraba visitar cerca de casa de su hermana, donde se hospeda cuando baja de Brava. Como siempre, sonriente se abrió paso entre las vendedoras asistentes que te rodean al entrar y que te ofrecen productos no medicinales pero supuestamente benéficos para la nutrición y, cuando son cosméticos, para la estética, y, sin dejar de sonreír y agradecer, aunque sin aceptar, logró alcanzar el repartidor de turnos y, en su momento, finalmente, el mostrador ante el empleado que le correspondía. Tras el amable y atento intercambio usual de saludos, Clarisa le extendió la minuciosa y claramente redactada lista de medicinas que le hacían falta y mientras el joven, de bata blanca igual a la que vestían todos los empleados de la farmacia Santo Cielo, incluso los asistentes, esperó, con las manos sobre el mostrador, a que el vendedor regresara con su pedido bajo el brazo, mismo que había ido a buscar aquí y allá, en estantes a la vista o detrás, al fondo, en cajones de cajoneras superpuestas, corredizas.

Cuando el joven regresó, sujetando entre las manos y los brazos, contra el pecho, cajas y frascos, Clarisa a su vez empezó a cotejar los productos contra su lista. Al mismo tiempo que ella advertía que faltaba uno de los medicamentos, el empleado, atento a la pantalla de la computadora frente a él sobre el mostrador, dijo: Está agotado. ¿Agotado?, preguntó inquieta Clarisa. En la pantalla no me aparece, ni aquí ni en ninguna de las sucursales de la Santo Cielo, respondió el empleado, con cierta impaciencia. Eso no significa que el medicamento esté agotado, joven, significa que la farmacia Santo Cielo no lo tiene, precisó Clarisa, en un tono de voz más alto, con énfasis. Tenemos el genérico, ofreció entonces el empleado; sólo que en cantidad de miligramos que no es la que marca su lista. Usted pide de 100 mg, y el genérico que tengo es de 88 mg. Clarisa se aferró con los dedos al borde del mostrador, en lugar de alzar la voz. ¿Y eso de qué me puede servir a mí, joven? Llame a su doctor y dígale que le cambie la cantidad de miligramos. ¿Qué dice? ¿Comprende que lo que usted me está proponiendo hacer es una sinrazón, joven?, comentó Clarisa, molesta, y más molesta todavía al darse cuenta de que el joven tampoco sabría lo que significaba el sustantivo sinrazón.

Una vez fuera de la Santo Cielo, con la bolsa de medicamentos colgada del hombro, mientras Clarisa se encaminaba a otra farmacia, se preguntó si la carencia de su medicamento correspondería a la escasez en general que los beneficiarios del Seguro Social denuncian, y si por lo tanto, ella misma acababa de convertirse en víctima, no de la situación personal por la que ella acababa de atravesar, sino como un reflejo más del caos que imperaba en el país.