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Salud, Daniel
D

espués de sufrir numerosas operaciones quirúrgicas, Daniel Leyva decía en broma de sí y del calvario infligido por el sistema médico: ‘‘Trabajaron tan bien que ahora ya no tengo ombligo”.

Este rasgo de humor era la marca más característica de su espíritu. Le gustaba reír y, en primer lugar, de él mismo. Esta forma de elegancia es bastante rara, pues, más a menudo, se escuchan personajes incapaces de reír como no sea burlándose de los otros. Es más difícil, prueba de inteligencia, y mucho más generoso, exponer los ridículos de la especie humana cuando se les encarna, y caricaturiza, en el retrato de su propia persona. Se necesita talento y, a veces, genio.

Ello implica un gran desapego de sí mismo, el fin de cualquier narcisismo, lo cual supone una observación sin piedad de los defectos personales. Y esta actitud, en el fondo bastante valiente, agrada a los lectores como a otros públicos, los cuales aceptan de buena gana consolarse aplaudiendo a quien acepta encarnar el papel de un protagonista menos dotado que ellos. Se necesita ser muy inteligente para ser capaz de pasar por un idiota. Es el mejor recuerdo que conservo de Daniel y esta imagen atenúa la enorme tristeza que siento por su desaparición. Ahí donde ahora se encuentra, sin duda ha hallado la frase para enjugar nuestras lágrimas con un estallido de risa.

Conocí a Daniel durante el otoño de 1975 en París. Fue en el departamento de la rue La Fontaine donde vivía en esa época Sergio Pitol. Daniel llevaba ya varios años en Francia.

Sergio me dijo que Leyva era un poeta con quien sin duda me entendería muy bien. El augurio fue acertado a la larga, pero la misma noche de ese primer encuentro, nunca pudimos recordar, ni él ni yo, por qué él prefirió retirarse de pronto a pesar de la lluvia que no cesaba de caer.

Volvimos a encontrarnos en La Palette, un café-bar donde Daniel acudía al atardecer, de lunes a viernes, con una regularidad perseverante. A partir de esa tarde, durante la cual nos reímos sin parar, nos hicimos amigos y cómplices durante los años que Daniel siguió viviendo en París.

La Palette, café situado cerca de la escuela de Beaux-Arts, era el lugar donde se reunían amigos: pintores entre quienes se contaba Roland Topor, siempre acompañado por Peter Bramsen, el patrón del taller de litografías más antiguo e importante de Francia. La carcajada contagiosa de Topor, que se oía en todo el bar, brotaba de su garganta angustiante como El grito de Edvard Munch. Escritores como Julio Ramón Ribeyro, Ugné Karvélis o Mariano Flores Castro. Un pequeño grupo, instalado por las tardes en una de las esquinas de la barra del bar, lo formaban varios asilados latinoamericanos del cono sur. Daniel se reunía gustoso con ellos, acaso para hablar en español, nuestra lengua. Aunque comprendía el espíritu de la lengua francesa, creo que Daniel nunca pudo sentir su fuerza, ¿no me sostuvo que el lenguaje erótico en francés era demasiado suave pues carecía de atrevimiento y de procacidad? Cierto, en español, Daniel podía jugar con las palabras, dejar caer insinuante un doble sentido, hacer reír. Compartía su sentido del humor con Guillermo Merino, poeta argentino, quien llegó a París buscando los pasos de Eluard o André Breton, a cuyo entierro asistió a su llegada a Francia.

Daniel, Guillermo y yo formamos pronto un trío de amigos entrañables. Nos unía una cierta insolencia. Inventábamos juegos. Por ejemplo, sentados a la mesa de una terraza de café, mirábamos pasar a los paseantes imaginándonos jurados de un concurso de belleza o compradores en un mercado de esclavos. Nos carcajeábamos de nuestros gustos y fantasías sexuales.

Francisco Zendejas, con quien presenté a Daniel, le dio el premio Villaurrutia, ‘‘que me obligó a venir a París para entregárselo”. Porque Daniel tenía también la elegancia de no hacer ver que trabajaba, y mucho. Como profesor de español para ganarse la vida. Como escritor. Nos quedan sus poemas y sus novelas.