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Mar de historias

Cuatro soledades

R

odeadas de parejas, familias y grupos de turistas que se fotografían con las copas en alto, cuatro mujeres –Rosario, Zaira, Norma y Marina– ocupan la mesa central del restaurante Gioconda. Las espesas cortinas en las ventanas, el tapiz de las paredes y un cierto olor a humedad le dan un aire decadente. Al fondo, un pianista de melena hirsuta y entrecana interpreta Las hojas muertas, número estrella de su repertorio francés.

Rosario. –¿Qué edad tendrá ese hombre?

Zaira: –No lo sé, pero debe ser viejísimo. La primera vez que vinimos él ya tocaba, pero entonces nada más tangos.

Rosario: –No recuerdo cómo descubrimos este lugar. ¿Tú sí, Normita?

Norma: –Mejor pregúntale a Marina por qué nos citó aquí, si todavía falta mucho para nuestra comida anual.

II

Marina: –Quise que viniéramos porque necesito proponerles algo que puede ser la mejor solución para un problema que se nos irá agravando con el tiempo: me refiero a la soledad.

Rosario: –Ya es un problema en todo el mundo, sobre todo para los viejos. Leí que en algunas ciudades de Europa los parques están llenos de ancianos que no tienen dónde ni con quién vivir.

Zaira: –¿Les parece si hablamos de algo un poco más alegre?

Norma: –A mí no, y me interesa saber por qué de repente a Marina le dio por interesarse en nuestra soledad si llevamos años padeciéndola.

III

–Marina: –No es algo que se me haya ocurrido de la noche a la mañana. Llevo algún tiempo pensándolo, pero no me atreví a decírselos.

Norma: –¿Y por qué nos los dices ahora?

Marina: –Porque me sucedió una cosa que a lo mejor les parece tonta, pero a mí me impresionó mucho: estaba llegando a mi casa cuando pasó una mujer que hablaba por su celular y le dijo a alguien: Ya estoy tan sola que ni siquiera tengo a alguien con quien llorar. Para su consuelo, me dieron ganas de decirle que muchas veces he pensado lo mismo.

Rosario: –Reinita, cuando te sientas mal háblale a cualquiera de nosotras. Así por lo menos te desahogas.

Marina: –¿A medianoche? ¿En la madrugada? A esas horas la soledad se me vuelve intolerable, a lo mejor porque hay silencio y por mi calle no pasa casi nadie.

Rosario: –Te entiendo. En las noches me entra el pánico y pienso: si me muriera en este momento no habría nadie junto a mí. Mi esposo falleció, no tuve hijos...

Norma: –Si los tuvieras sería lo mismo: soy madre de dos y nunca me ven. Lourdes me llama a veces desde Chihuahua y Sergio tiene tantos problemas con su mujer que ni se acuerda de mí.

Zaira: –¿Se fijan cuánto han cambiado las cosas? Antes, a los viejos se les daba un lugar muy especial. Recuerdo que a mis abuelos los visitábamos por lo menos una vez a la semana y cuando se enfermaban corríamos a atenderlos. Me alegra pensar que nunca se sintieron solos.

Rosario: –Siempre ha habido problemas, pero se me figura que la vida antes era un poco más fácil. Para empezar, no había tanta inseguridad y pienso que hasta la pobreza era menos cruel.

–Zaira: –Me parece que nos estamos desviando del tema: la soledad. Marina, aparte de haber oído a la señora que no tiene ni con quien llorar, ¿hubo algo más que te acercó al asunto?

IV

Marina: –Iba en un taxi. Cuando se puso el alto quedé junto a una camioneta de traslado para adultos mayores. Decía: Residencias Amanecer. El mejor sitio para sus seres queridos. Allí disfrutarán de lo que más necesitan: compañía. Les juro que en ese momento pensé en nosotras. Con tantos avances que hay, es posible que sobrepasemos la edad de nuestros abuelos. Mi pregunta es: ¿cómo vamos a vivir cuando seamos mayores?

Rosario: –A ver, Marina: ¿estás sugiriendo que nos vayamos a un asilo? Por mi parte, ¡ni loca!

Zaira: –Yo tampoco: me dan mucha tristeza.

Marina: –Lo que propongo es otra cosa: que vivamos juntas durante nuestros últimos años. Nos conocemos de toda la vida: somos casi familia.

Norma: –La idea es muy buena, pero ¿dónde viviríamos? Mi departamentito es un huevo en donde apenas cabemos Nube y yo. Rosario vive igual de reducida y Zaira, ni se diga: su vivienda es tan chica que cuando entra el sol ella tiene que salirse. ¿Entonces?

Marina: –Yo ofrezco mi casa. Han ido varias veces y saben que haciendo algunos arreglos podremos vivir allí las cuatro sin problema, repartiéndonos el quehacer y los gastos. Pienso que es un buen plan, pero si no les gusta lo olvidamos y punto.

V

Después de un largo silencio e intercambio de miradas se escucha una voz estremecida por la emoción:

Rosario: –Creo que todas estamos conmovidas por tu generosidad. Como dijiste, nos conocemos de toda la vida: sería agradable vivir juntas.

Norma: –Por mí parte, ¡adelante! Pero tenemos que darnos cuenta de una cosa: no gozaríamos de ciertas ventajas que ofrecen las residencias y los asilos: atención médica, por ejemplo.

Rosario: –De acuerdo, pero juntas tendríamos siempre al menos una amiga con quien llorar.

Zaira: –No quiero ser aguafiestas, pero debemos aceptar que iremos muriendo. Al final quedará nada más una de nosotras. ¿Qué hará sola en la casa?

Marina: –Apagar la luz.

Las carcajadas de las cuatro amigas se confunden con una nueva interpretación del pianista: La vida en rosa.