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El estante de lo insólito

Luis Buñuel: historias de sueños

“Si me dijeran: ‘te quedan 20 años de vida, ¿qué te gustaría hacer durante las 24 horas de cada uno de los días que vas a vivir?’, yo respondería: ‘dadme dos horas de vida activa y 20 horas de sueños con la condición de que luego pueda recordarlos, porque el sueño sólo existe por el recuerdo que lo acaricia”. Luis Buñuel: Mi último suspiro.

E

l describía el cine como algo con poder hipnótico imparable. Ningún otro acto masivo o espectáculo, ni en el deporte o en el teatro, genera en sus espectadores los efectos de fascinación y hasta sometimiento que generan los relatos compuestos con luz, planos y unidades de tiempo. Le tocaron las normas religiosas estrictas, el tiempo de los fusiles y la guerra, pero también tuvo el encuentro con los creadores que se ajustaban a sus ideas fuera de norma, encontrando arte y formas de expresión donde otros veían la nada.

Luis Buñuel nació en Calanda, España, un pueblo que, según decía, había sobrevivido muchos años a la Edad Media, pero de aquella cuna él salió para ser innovación en el set. Andando con firmeza y al ritmo de los tambores de su origen, Luis Buñuel abandonó las calles de piedra de su infancia para andar el mundo. Sería un corte en el ojo del cine.

El portento de los sueños

Establecido en París, el joven Buñuel hizo contacto, amistad y comunión con el grupo surrealista que había fundado André Bretón. Particularmente, se amistó con un artista sensacional, muy extraño y muy vanguardista: el pintor Salvador Dalí. Ambos compartían observaciones sobre la crítica de arte, la necesidad de impactar a la gente con cosas nuevas, de hurgar en los pensamientos más profundos que se cuentan poco y hasta se temen por su erotismo, su violencia, la ansiedad de su entendimiento, lo irracional de su manifestación intelectual, su asalto en la noche cuando se busca reposo y calma. De dos sueños cruzados surge entonces un argumento fílmico fascinante: El perro andaluz (1929). Un tajo a un párpado, burros muertos sobre pianos de cola, viento que viene de ninguna parte, hormigas saliendo de una mano cortada… la película es un impacto y es un escándalo. ¿Qué es eso? ¿Qué se quiere decir? Hay lecturas, discusiones, pero prevalece la censura por aquello que no se entiende.

Pero el cineasta está en el carril y no parará. Muy pronto se materializa otra idea fuera de convención y norma: La edad de oro (1930). De nuevo, el guion es irracional. No tiene el desarrollo dramático elemental y lógico que un cinéfilo espera en su butaca. Hay más: un arzobispo (que aparecen por hordas como una cofradía siniestra) se abisma desde un balcón. Tocar a la Iglesia es además interpretado como burla y reto. Hay tal descontrol en el estreno que llega a los destrozos del inmueble. Los ofendidos buscan al director, pero Buñuel no estaba ahí. Como si siguiera en trance onírico, Buñuel tiene una distancia que será permanente con su anterior cómplice Dalí (de quien reconoce breves ideas para La edad de oro), se va de Europa y llega a Estados Unidos. Ahí las posibilidades financieras parecen buenas pero magras en la libertad creativa. Se supone que revisaría versiones en francés de cintas de Hollywood, pero lo quieren pasar a ver las versiones al castellano. Sin resquicio para intentar dirigir, aburrido y sin motivación por el entorno, Buñuel cobró cinco meses y se fue.

De vuelta en España hace Las Hurdes (1932), pronunciamiento contra la miseria que prevalecía en muchas regiones del país. Llenas de enfermedades como el paludismo, sin pan en la mesa y con una migración que deja desolados los pueblos, es un alegato que tampoco le gana muchos amigos. Rompe con el grupo surrealista por diferencias irreconciliables (decía entre otras cosas que ya se hacían mucha publicidad, lo que en principio criticaban), escribe cosas por encargo, adapta, propone, hay guerra civil en España, termina de nuevo en Hollywood y repite la experiencia de las limitaciones en cada cosa. No es su mejor entorno.

En breve estancia en México recibe entonces el apoyo de un personaje muy importante: Fernando Benítez, quien sirve de puente para que arregle papeles y se quede en México. Buñuel lo piensa poco y acepta la generosa propuesta. Errante, intempestivo, intransigente, con maleta en mano… jamás calculó que llegaría a su nueva y última casa.

Ser en México

A Buñuel, México le vino de maravilla por muchas razones. Primordialmente, la libertad general que tuvo para hacer su trabajo en los filmes que realizó, aun en los más comerciales, a los que llamaba alimenticios, precisamente como su primera encomienda: Gran casino (1946), donde dirigió a Jorge Negrete y Libertad Lamarque en un drama cancionero con pozos petroleros de fondo. El cineasta no se entrampa y cumple lineamientos. En esa y otras cintas hay poco de lo que a él le inquieta argumental o estéticamente (si bien en una escena, un plano, hay algo que es distinto a lo común), pero se hace un hombre del cine mexicano.

La película no es el éxito esperado y Buñuel tendrá que aguardar tres años para ponerse tras la silla de dirección para dirigir El gran calavera (1949). Las cosas cambian porque se trata de una muy buena película, estimada hoy como una de las mejores (tuvo adaptación contemporánea con el éxito taquillero Nosotros los nobles –Gary Alazraki, 2013–), hecha con un reparto excepcional, especialmente por el trabajo del actor protagonista Fernando Soler (el millonario Ramiro en la cinta). Buñuel tiene entonces reconocimiento del medio y una película que gana dinero. No era una cinta que el cineasta atesorara particularmente, pero se quedó en la gente y el buen ojo de los productores.

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▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Los olvidados, un ensayo y un ángel

Con la confianza ganada, el realizador consigue apoyo para hacer Los olvidados (1950). Chicos de colonia pobre, unos pandilleros y otros atizados de peligros por el hambre, los acosos y los abusos. El proletariado más descobijado de la capital del país es expuesto en su cochambre más cercana al piso. Ahí, donde crecen los palacios, también despunta la miseria, la violencia más cruel que es casi pesadilla de los gobiernos que la ocultan sin combatirla. Hay un ciego truhán (un brillante Miguel Inclán), más desalmado que todos, pese a que se desplaza con dificultad; con los ornamentos del hombre orquesta de la calle, aunque todos lo son sin música, tienen que multiplicarse y hacerlo todo para comer y calzarse, cometiendo lo crímenes menores y mayores según la necesidad. El Jaibo (Roberto Cobo) es un joven prototipo de los abusadores de siempre, mientras Pedro (Alfonso Mejía) es el chico bueno que se cansa de hacer costal, pero que sólo puede salvarse cayendo en lo que desprecia y lo ha sometido: la violencia sin vacilación. Hay un sueño hipnótico, un intento de violación de una niña (Alma Delia Fuentes), la sugerencia del desliz de una madre (Stella Inda) con el jovencito Jaibo, apenas mayor que su hijo.

La cinta es aclamada en Europa, pero causa estupor en su país de origen, donde muchos alegan que eso no retrata la realidad del país. Algunos abogaron incluso por que Buñuel fuera expulsado del país por tratarse de un extranjero ofendiendo a México. Mucha prensa, insulsas ideas y una realidad que desbarata a los enemigos: Buñuel ya se había naturalizado mexicano. Pero mientras la película triunfa y se hace un clásico mundial, el cineasta consideraba que le faltó un poco. “ Los olvidados es quizá mi filme preferido. De haber hecho lo que quería, habría resultado una obra maestra”. Sea porque le faltaron pasajes oníricos o incluso por el sólo hecho de haber filmado un final alternativo por si acaso la censura evitaba su exhibición en México, es que Buñuel creía que aún le faltó una última pincelada. El tiempo ha pasado y la cinta ha crecido en aprecio. Los barrios siguen iguales.

La carrera del cineasta suaviza temas y alcances, sin que deje de proponer e inquietar. Hace de todo: Susana (datada en el mismo 1950), La hija del engaño (1951), Una mujer sin amor (1951), Subida al cielo (1951), El bruto (estupenda cinta con Katy Jurado y Pedro Armendáriz; 1952), la adaptación literaria de Robinson Crusoe (1952), Él (otra pieza de gran acabado con Arturo de Córdova; 1952), Abismos de pasión (1953), El río y la muerte (1954) y una gran película antes de que volviera a dirigir en Europa: Ensayo de un crimen (1955), donde el niño Archibaldo de la Cruz (Rafael Banquells) ve la terrible escena en que una bala perdida rompe en su venta y acaba con la vida de su institutriz. Como él había puesto a andar una cajita musical que le obsequiaron, se cree capaz de controlar la vida. Convertido en ceramista de categoría, el ya hombre Archibaldo (Ernesto Alonso) se la pasa ideando y preparando los crímenes perfectos. La vida lo cruza con Lavinia (Miroslava), con una malicia y actuar que a él lo hacen ver tierno. Pero no a sus pensamientos: “¡Tan linda, me gustaría verla arder en llamas…!”. Maniquíes, fuegos, fetiches y juego de personalidades intercambiadas (cosas a las que volverá en Ese oscuro objeto del deseo, de 1977). Una total sugestión sobre lo que hacemos o, mejor aún, de lo que sólo pensamos.

En El Ángel exterminador (1962) lo fantástico planea con lo terrible. La máxima etiqueta de un grupo de convidados en casa como palacete de alcurnia pasa pronto a ser muestrario de canalladas y actos impensables en cuanto los vestidos cuelgan y los moños dejan el frac. Encerrados porque sí, con un miedo irracional para abandonar el cerco mental, los personajes son humanos sin disfraz y su realidad puede ser aterradora. La idea de la verdad absoluta sacada de sueños y pesadillas, donde hay anhelos no calculados y miedos enterrados, es la mejor expresión de Luis Buñuel, canalizada de muchas formas en otros filmes magistrales, como Viridiana (primero negada por mexicano y españoles por sacrílega, después, Palma de Oro en la bolsa, defendida y peleada por todos; 1961), Simón del desierto (1964), Bella de día (1966) o El discreto encanto de la burguesía (1974). Sobre El ángel exterminador, Buñuel dijo. Es una de las raras películas mías que he vuelto a ver. Lamentaba no haber hecho ciertas cosas, pero apreciaba muchas otras. Quizás ahí estaba todo.

Escribió Octavio Paz (El poeta Buñuel, texto incluido en el libro Las peras del olmo): “… toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad”.