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Mar de historias

¡Riiin, riiin!

A

yer pasé media mañana corriendo como loca de un lado a otro de la casa. La última vez me resbalé con un hueso que Spoty dejó en el pasillo, me caí. Por fortuna no me fracturé nada. En tal caso habría tenido que hospitalizarme. En mis condiciones, ni en sueños podría con un gasto así. Exponerme a un peligro así sólo para oír a personas que solicitan un cerrajero, piden una pizza o preguntan si están hablando a un taller mecánico me llevó a tomar una medida extrema: desconecté el teléfono fijo y puse en modo avión mi celular.

Aislarme en esa forma tenía ciertos riesgos. Preferí correrlos con tal de no exponerme a otra llamada. Entre lunes y jueves recibí 15, pero ninguna fue la que he estado esperando desde que cerraron la mueblería donde trabajaba. Tengo muy presente ese viernes. No había tiempo para lamentaciones. Me vine a mi casa y me puse a hacer cuentas: con mis 8 mil pesos ahorrados y mi último sueldo me alcanzaba para vivir un mes, dos, cuando mucho. ¿Y luego?

II

Estoy sin empleo desde abril. A partir de ese momento he dedicado algunas de mis muchas horas libres a mandar solicitudes a otros negocios del ramo con la esperanza de recibir un mensaje o una llamada citándome para una entrevista de trabajo. Como no quiero perder ni la mínima posibilidad de comunicación voy con el teléfono hasta al baño. En la calle no contesto el móvil: un delincuente podría arrebatármelo. Para estar lista en caso de que suene, ya casi no salgo: Meche, la portera, me hace mis compras.

Meche tiene la mirada muy fuerte, es medio adivina y puede leer la palma de la mano. Hay confianza entre nosotras, le cuento mis cosas y sabe lo que significa para mí el desempleo. Anoche, cuando vino a traerme el pan, me encontró muy decaída: cada día me parece más lejana la posibilidad de conseguir empleo y entre más tiempo pase más difícil será.

Ella pensó que no todo era tan negro como yo lo veía y quiso que le mostrara la palma de mi mano. Después de analizarla me dio una buena noticia: Entre senderos rotos veo luz de esperanza. Significa que tu vida cambiará para bien, muy pronto... Podría ser mañana. Esas palabras me devolvieron el optimismo y, segura de que en pocas horas recibiría buenas noticias, reconecté mis teléfonos y me fui a la cama. En espera del amanecer, no dormí.

III

Hoy a las 8 de la mañana, cuando estaba en la regadera, sonó el teléfono. Enjabonada y patinando llegué a contestar. ¿Bueno? Una voz masculina me preguntó si se encontraba en casa fulanita de tal. Soy yo. Mi respuesta alentó al personaje. Pude adivinar su sonrisa cuando me dijo: ¡Magnífico! Así puedo felicitarla de inmediato porque ha sido seleccionada para hacer un crucero de lujo por...

Sintiéndome burlada, lo interrumpí: Estoy sin empleo. ¡Perfecto! Dispone usted del tiempo libre necesario para hacer una travesía donde se mezclarán el descanso y el placer. A punto de congelarme y con los ojos irritados por el jabón le grité –sí, llámenme lady grito–: ¿Está usted sordo? No tengo trabajo, no tengo dinero, no puedo viajar. Irreductible, el caballero siguió esforzándose por convencerme: Este programa fue concebido para personas como usted y por eso tenemos grandes facilidades que van... Después de colgar regresé al baño tiritando, ya con un tono acamotado y poco favorecedor en la piel.

IV

Seca y vestida me fui a la cocina para hacerme un café. Mientras hervía el agua abrí la ventana. El cielo estaba lleno de borreguitos. De pronto en mi cuarto sonó el celular. Seguida por Spoty volé a contestarlo segura de que oiría una buena noticia, pero sólo escuché una voz tipluda enmarcada en una música estridente: ¿Sabía usted que nuestra institución bancaria maneja una línea de crédito que...

Corté la llamada para descolgar el teléfono fijo que estaba sonando. Sin saludo de por medio, en tono perentorio un hombre me preguntó si allí vivía el señor Rutilo no sé qué. Ni lo conozco, dije, y el sujeto me frenó con algo parecido a una amenaza: Si es tan amable, dígale que su caso ha sido girado a nuestro departamento legal. Tiene 48 horas... Asustada, preferí colgar. Mi ánimo empezaba a decaer, pero lo evité diciéndome que era muy temprano. Aún podía ocurrir alguno de los cambios positivos augurados por Meche.

La angustia me vuelve hiperactiva. Como en otras ocasiones extremas opté por lo más difícil: arreglar el clóset a conciencia, de arriba abajo. Fui a la azotehuela por la escalera de aluminio y a rastras la llevé a mi recámara. El ruido despertó a Spoty que, irritado, se volvió un mar de ladridos. No hice caso y empecé a subir los peldaños. Cuando llegué al último, la furia de mi perro era ensordecedora. Quise tranquilizarlo usando su palabra predilecta: galleta. La pronuncié despacio, con el cuerpo inclinado hacia afuera. Consecuencia: el celular que llevaba en la bolsa cayó y se hizo pedazos. Lancé tal grito que la vecina me preguntó qué me sucedía. Nada, gracias, contesté desolada.

Bajé de la escalera y me puse a recoger los pedazos de mi secretario de bolsillo –mi cel– deshecha en re­criminaciones hacia Spoty. A mis palabras se sumó otro timbrazo telefónico. Dejé los regaños para después y me precipité a contestar. Apenas descolgué oí una dicción cascada entre espasmos de tos: Lula: no se te olvide comprarme el pegamento: la dentadura me está bailando mucho. Quedé muda.

Iba a volver a la escalera cuando sonó otra vez el teléfono. Pensé que se trataba de la misma señora. Me equivoqué. Una mujer con voz temblorosa me dijo: Está usted en el momento ideal para pensar en su futuro. ¿Me permitiría que le hablara de nuestros planes funerarios con pagos diferidos a 12 y hasta 18 meses? Contesté en automático: No. La promotora, desconcertada y creo que a punto de llorar me preguntó: ¿Por qué?