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Memorias de España 1937
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▲ Elena Garro (1916-1998).Foto cortesía de la Editorial Paralelo 21
Periódico La Jornada
Domingo 23 de junio de 2019, p. a16

Elena Garro, polifacética autora mexicana que incursionó en todos los géneros literarios, tenía 20 años cuando viajó a tierras ibéricas en 1937; esa experiencia la plasmó en diarios y libretas que utilizó más tarde para escribir Memorias de España 1937, obra en la que rememora una aventura en la que destacan Octavio Paz, León Felipe y Rafael Alberti. Con autorización de la Editorial Paralelo 21, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro.

Yo nunca había oído hablar de Karl Marx. En casa y en la Facultad de Filosofía y Letras estudiábamos a los griegos, a los romanos, a los franceses, a los románticos alemanes, a los clásicos españoles, a los mexicanos, pero a Marx, ¡no! El latín era obligatorio, así como las raíces griegas; era una educación muy diferente a la de ahora.

México era entonces una ciudad de dos millones de habitantes, llena de parques, árboles, iglesias barrocas, palacios coloniales y edificios modernos. La ciudad era barrida por el viento de la serranía del Ajusco, cuyos árboles minúsculos veíamos desde nuestros balcones. El cielo era alto, azul y sus crepúsculos espectaculares. Éramos veinte millones de mexicanos distribuidos en todo el país. Veinte millones de gente tranquila y como decía Salvador Novo, un gran poeta ilustre del grupo de los ‘‘Contemporáneos”, ‘‘Veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados”.

El grupo de los ‘‘Contemporáneos” reinstaló la cultura en México después de la Revolución y de la sangrienta Revolución Cristera. Los ‘‘Contemporáneos” no eran políticos, solo eran eruditos. Ellos nos enseñaron a T. S. Eliot, a André Gide, a Joyce, a Malraux, a Mallarmé... Xavier Villaurrutia, un poeta del grupo, abrió una tienda de arte en el pasaje de San Juan de Letrán, llamada Hipocampo. En ella se reunían, por las tardes, sus amigos los ‘‘Contemporáneos”. La tienda era pequeña, con vitrinas en las que se exhibían libros escogidos y litografías. Xavier era cortés, bajito, con una hermosa voz y escribía sus Nocturnos sin darse bombo, ni hacer ruido. Me propuso que yo pusiera en escena Perséfona de André Gide. Entonces yo era coreógrafa del Teatro Universitario, dirigido por Julio Bracho, y habíamos tenido un gran éxito en Bellas Artes.

Por esos días llegó a México la Antología de Gerardo Diego y el Romancero gitano de Federico García Lorca, que hicieron furor. También llegaron Rafael Alberti y su mujer María Teresa León a dar unas conferencias en el Centro Asturiano. Se habló mucho de la belleza de la pareja y del libro de Rafael: Sobre los ángeles.

Fue Enrique Ramírez y Ramírez, un joven moreno, delgado, de grandes ojos negros, que llevaba zapatos y no usaba calcetines, quien me regaló en las Juventudes Socialistas, adonde me había llevado un amigo, una revista: URSS en construcción, en cuya portada sonreía una joven rubia entre flores de manzano. No me asombró que Enrique no llevara calcetines ya que en México decimos: ‘‘Aquí se roban los calcetines sin quitarles los zapatos”. Me asombró que las Juventudes ocuparan un cuarto destartalado en un viejo edificio colonial, y que solo tuviera un escritorio amarillo y tres sillas. Esa misma tarde llegó a besar a Enrique Teresa Pomar, una joven vivaracha a la que llamaban ‘‘la Estufita” y que, según me dijeron, era la hija del secretario del Partido, Pomar. Otro día, un amigo me sacó de clases para llevarme al oscurecer a una manifestación frente a Palacio Nacional. Entre la muchedumbre había una joven de pelo corto y cara de muchachito, que me acogió con gran cariño: se llamaba Ninfa Santos e iba acompañada de un señor de ojos azules: Ermilo Abreu Gómez, con quien se casó. A partir de esa noche, Ninfa y yo establecimos una amistad que ha durado medio siglo.

En aquellos días yo era menor de edad, en España había una guerra civil y en México se daban de bofetadas en la calle los partidarios de uno y otro bando. Los mexicanos acudían a la embajada española para enrolarse en el ejército español. ‘‘Sí, sí, pero ¿en cuál bando?”, preguntaban los funcionarios. ‘‘En cualquiera, lo que quiero es ir a matar gachupines”, contestaban. Al menos eso se decía...

En Madrid se lo conté a Rafael Alberti y se echó a reír: ‘‘Esta chica, con esa vocecita solo dice barbaridades”. Yo sabía más que Rafael Alberti, porque venía de la H. Colonia Española. Le expliqué que un día del Grito en un pueblo del sur invitaron a mi hermano menor y a mi primo Boni a ser pajes de la reina y de la princesa de los festejos patrios, porque ambos eran muy bonitos. Esa fue la única vez que mi familia estuvo sentada en el estrado de honor en medio de los militares revolucionarios. Mi hermana mayor, Deva, y yo nos escapamos del estrado y nos metimos entre la multitud. Como éramos muy chicas solo vimos un techo de sombreros. De pronto llegó el Grito: ‘‘¡Viva México!”... ‘‘¡Viva!”, coreó la multitud. ‘‘¡Mueran los gachupines”... ‘‘¡Mueran!”, contestaron, y mi hermana y yo huimos hasta el portón cerrado de la casa a esperar el regreso de los criados, ya que jamás regresarían mis padres. Volvieron y furiosos nos dijeron: ‘‘¡Habéis arruinado el Grito! ¿Dónde andabais? Los militares, la reina, la plaza entera se revolvió para buscaros. ¡Sois imposibles!”

***

Antes, en México, Octavio Paz había escrito un poema, ‘‘¡No pasarán!”, y lo invitaron a un congreso de intelectuales antifascistas en Madrid. Pero Paz estaba en Yucatán y no se enteró de la invitación, ya que esta salió en un rincón pequeño de un periódico. Hubo que mandarle telegramas. Él contestó dando instrucciones: debía ir a la LEAR, Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, a decir que aceptaba y que volvía a México con rapidez. En la LEAR conocí a Olga Kostakowsky, una señora muy guapa, que luego supe que era la ‘‘compañera” de Chávez Morado. Se arregló todo en unos minutos y, antes de salir para España, Paz me presentó en la calle de Bolívar a ¡Juan de la Cabada!, que iba acompañado de la gran actriz de moda: Andrea Palma. Los dos nos invitaron a tomar un helado. Juan preparaba su novela Los chicleros, novela que perdió en un tren francés. Por charlar con los amigos se mudó de vagón y cuando quiso volver al suyo vio que ya lo habían cortado en una estación. Volvió con los amigos asombrado y gritando: ‘‘¡Se hizo chiquito el tren... se hizo chiquito!” Nunca recuperó esa novela que le había costado dos años de vida en la selva de Tabasco.

Se formaron dos grupos para ir a España: el de los invitados: Carlos Pellicer, Octavio Paz y José Mancisidor, y el de los espontáneos: Silvestre Revueltas, Juan de la Cabada, Fernando Gamboa, Chávez Morado y María Luisa Vera.

***

A los pocos días, nos citaron en el Centro, nos subieron a una camioneta y emprendimos el viaje. Salimos rumbo a Estados Unidos. El grupo era tan variado, que en los impecables pueblos de Texas, donde las viejecitas llevaban faldas largas azules y cofias almidonadas y ocupaban lugares estratégicos para vender cestitos de cerezas, nos tomaban por un circo.

Juan de la Cabada distribuyó los papeles: Gamboa era el mánager, Susana Steel, su compañera, era la forzuda, Revueltas el gordo, Chávez Morado el payaso, Octavio Paz el galán joven, Mancisidor el domador, Juan el trapecista y yo la caballista. Para no llamar tanto la atención, escogíamos lugares solitarios y bien cuidados para comer los sándwiches. ‘‘¡Qué precioso jardín!”, ‘‘¡Qué bien cuidado!”, estábamos diciendo, cuando se presentó un texano malhumorado para decirnos que estaba prohibido comer en los cementerios.

Por las noches buscaban los hoteles más inmundos para que no nos recha-zaran por gente de color. A mí me parecía que exageraban su temor a los americanos. Cuando llegamos a Nueva York, nos reunimos con los Arenal, Verdecio, O’Gorman, todos casados con norteamericanas. Octavio, Pellicer, Manci-sidor y yo debíamos embarcar en Canadá. Los demás buscarían barcos enNueva York. Casi perdimos el trenpara Canadá. Y en Quebec olvidamos el nombre del hotel en el que nos hospedábamos y no podíamos volver. ¡Por supuesto que yo tenía la culpa de estos enredos!

El viaje a España fue feliz. Yo, sin saber cómo ni por qué, iba a un Congreso de Intelectuales Antifascistas, aunque yo no era anti nada, ni intelectual tampoco, solo era estudiante y coreógrafa universitaria. El barco inglés Empress of Britain era imponente y el capitán me mandó flores a la mesa, porque Nicolás Guillén y Juan Marinello hicieron correr la broma de que yo era una estrella rusa de ballet, que viajaba de incógnito.