Opinión
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Puntos ciegos del tiempo nacional
E

l resquebrajamiento del orden neoliberal ha venido de la mano de un regreso virulento de los nacionalismos. Eso de momento, al menos. Y ahí están de muestra los casos de Estados Unidos, Reino Unido, Polonia, Rusia, Turquía, Italia y un largo y doloroso etcétera. En las elecciones francesas el partido de Marine Le Pen obtuvo 23 por ciento de la votación y ha conseguido atraer gran parte del voto proletario. La mayoría de los resurgimientos nacionalistas vienen abanderados por la derecha, pero hay también cierto número de movimientos neonacionalistas que se identifican con la izquierda, entre ellos México.

Uno de los temas más complicados del regreso de los nacionalismos es que, al estar obsesionados todos por la recuperación de la soberanía nacional, tienden invariablemente a querer imponer el tiempo nacional como eje cardinal de la política. En apariencia, el fenómeno pareciera carecer de importancia. Finalmente, ¿qué más da si en Estados Unidos se vuelve dogma oficial la historia de bronce de su independencia? Pero en realidad la adopción oficial de una historia le imprime una dirección a la política y el regreso del tiempo nacional tiene consecuencias serias.

Dos ejemplos aparentemente menores, antes de pensar el tema para México. La sacralización de la historia patria ha permitido al gobierno estadunidense actual oponerse a cualquier iniciativa de control de armas. Eso debido a que la segunda enmienda constitucional de esa república protege el derecho a portar armas. Sin embargo, ese derecho se refería originalmente a las milicias locales, y tenía la protección del derecho de los estados como su razón de ser. El derecho a portar armas no estaba para promover carnicerías humanas en barrios afroestadunidenses, ni para proteger a narcotraficantes (gringos, mexicanos, colombianos...). Con todo, y contra toda racionalidad colectiva, intentar regular la libre venta de armas equivale, hoy, a pisotear la bandera.

Otro ejemplo: la campaña de Donald Trump se apoyó en las comunidades carboneras de estados como Pensilvania y Virginia Occidental. Regresar a la patria su grandeza –volver al tiempo nacional– significó, en este caso, sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París, y promover el consumo de una energía altamente contaminante. Pero como apoyar la minería del carbón era también apoyar a la patria, el carbón no podía ser sucio, y así Trump hizo su campaña apoyando algo que no existe: el clean cole (carbón limpio).

Vamos ahora al caso mexicano. Uno de los logros más impresionantes de Andrés Manuel López Obrador ha sido vender la idea de que su elección significa el advenimiento de otro tiempo: la Cuarta Transformación. Se trata, en realidad, del regreso del tiempo nacional: Independencia, Reforma, Revolución... 4T. AMLO consiguió convencer a las mayorías –incluso a sus opositores– de que la historia se divide entre un antes y un después. Así, todo lo que precede a la 4T –el tiempo neoliberal– forma ahora un supuesto antiguo régimen (el reino del PRIAN). Mientras México ha optado por volver al tiempo patrio, cuyo eje –las cuatro transformaciones– es en realidad la historia de la soberanía nacional: la independencia frente a España; la segunda independencia frente a la Intervención Francesa; la tercera independencia frente al sometimiento porfirista al capital extranjero, y la cuarta independencia, la actual, contra el neoliberalismo.

Hay, sin embargo, una dificultad en ello: los problemas del mundo no comienzan ni terminan en las fronteras nacionales. Estados Unidos –que quizá aún es el país más poderoso del mundo– puede hacer aspavientos de independencia y ponerle aranceles a China; construir un muro a México y amedrentar con salirse de la OTAN, y abandonar tratados internacionales. Todo eso. Sólo que cada una de esas medidas sirve, cuando mucho, para ensanchar un poco los márgenes de negociación de la sociedad estadunidense. Y no consigue encarar problemas globales que afectan también a Estados Unidos, como el cambio climático, la migración internacional, la sobrepoblación, ­etcétera.

En México sucede lo mismo. López Obrador vive obsesionado por conseguir la autosuficiencia en gasolinas y quiere también seguridad alimentaria, cosa que está muy bien. Pero al mismo tiempo pelea como gato bocarriba para que no vayan a tumbar el T-MEC. México lo necesita, porque el tiempo nacional –la narrativa de la saga de la soberanía popular– no consigue fincarse en una economía propiamente nacional.

El ejemplo más doloroso de este problema es el descuadre que existe entre el tiempo nacional y el tiempo ambiental. AMLO imagina desarrollar al país como lo imaginaron antes Echeverría o Ruiz Cortines. Por eso fantasea con un Tren Maya, para desarrollar a México desde adentro. Sólo que mientras él piensa, se calienta el océano, cambian las corrientes marinas y aumenta la contaminación oceánica con productos agroquímicos. Y por todo eso, un alga apestosa que antes se daba en el Mar de Sargaso, frente a las cosas de Carolina del Sur, migra a Brasil, y de ahí regresa al Caribe mexicano. Un amigo que estuvo en Tulum hace poco dice que nadar en esas playas es como echarse un zambullido en una olla de sopa miso-shiru. Y así el calentamiento global hiere de muerte a un proyecto desarrollista de una nación supuestamente soberana.

El tiempo nacional ya no consigue guiar nuestra política exitosamente, porque vivimos en un mundo interdependiente. Dependemos del mundo y tenemos que operar en él.