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Única destinataria

C

ada año, puntualmente por estas fechas, te escribo. La costumbre es muy grata, pero tiene el inconveniente de evidenciar tu ausencia. El resto del tiempo, a diario, en cualquier momento y por el motivo más inesperado, te recuerdo. Para mí sigues estando en todas partes, en particular en el quicio de la puerta de nuestra antigua vivienda. Allí te sentabas a bordar desde las cinco de la tarde hasta el anochecer. Antes de entregarte a tus demás tareas, veías orgullosa la flor o el ramillete hechos con hilo vela que iban convirtiendo la tela de cuadrillé en un jardín maravilloso, perenne.

En algunos momentos de aquellas horas que dedicabas al bordado yo interrumpía mis juegos para observarte con la intención de adivinar tus pensamientos. ¿Sueños? ¿Recuerdos? Ahora me arrepiento de no habértelo preguntado, como tantas otras cosas que no supe de ti ni sabré jamás.

II

Me tuviste cuando habías cumplido treinta y cuatro años. Casada a los diecinueve, llevabas mucho tiempo disfrutando de un matrimonio basado en el amor, ensombrecido por las carencias, pero mucho más porque varios de tus hijos –te referías a ellos como a mis hermanos– fallecieron a días de su nacimiento.

Te consolabas de la pérdida sólo cuando tú y mi padre habían podido llevar a los bebés a bautizar. Por los otros, los que se habían marchado del mundo sin llevarse siquiera un nombre, sentías mucha pena. Y ¡cómo no!, si se trataba de criaturas solas, indefensas, pequeñas, vagando por el inmenso limbo.

De eso me hablaste en muchas ocasiones. La primera vez yo aún era muy niña, pero me creíste capaz de comprenderte. La verdad, no. Tu relato me asustaba y me hacía sentirme despojada de un poco de tu amor por aquellos niños a los que debía considerar hermanos mayores, pero no pasaba de verlos como sombritas blancas, anónimas, perdidas.

III

En el primer recuerdo que guardo de ti apareces envuelta en una chalina rosa, de lana, regalo de tu hermana Teresa. Sin importar el clima, la usabas todo el tiempo y decías que, después de muerta, ibas a regresar a visitarnos envuelta en esa prenda.

La última vez que te vi, ya consumida por la enfermedad, estabas en tu cama. Serena, con la cabeza apoyada en tu palma derecha y una manta sobre los hombros, parecía que ibas a tomarte un descanso antes de emprender uno de aquellos viajes que hacías para reunirte con mi padre, incapaz de vivir sin ti. No exageraba: dos semanas después de tu fallecimiento él murió de su más grave mal: tu ausencia.

Descansan en la misma fosa. Quiero pensar que siguen siendo cómplices, amigos y todo lo que fueron el uno para el otro durante su muy larga vida compartida. Me gusta imaginarlos enfrascados en alguna de sus largas, íntimas conversaciones. ¿De qué tanto hablan? No lo sé. Me basta con saber que juntos siguen siendo felices.

IV

Necesito que recapitulemos. Por motivos que ignoro, tu infancia ha empezado a interesarme de manera especial. ¿A qué edad te tomaron tu primera foto? ¿Cómo eran tus juegos? ¿Te gustaba la escuela? En mayo, ¿ibas a la iglesia a ofrecer flores? ¿Alguna vez robaste una moneda? ¿Había sobre tu cama una imagen con tu ángel de la guarda? ¿Cuáles eran tus culpas, tus pecados?

Mientras iba escribiendo este pequeño cuestionario pensé: ¿adónde voy? ¿Qué caso tiene hacer preguntas en apariencia tontas? La respuesta me llegó de inmediato: imaginarte antes de que te convirtieras en una muchacha linda –pasaderita nada más, como te obligaba a decir tu modestia–; antes de que tu hermano viajara a Estados Unidos casado con una mujer viuda once años mayor; antes de que tu madre, mi abuela Marina, contrajera el mal por donde entraron de la mano su muerte y tu orfandad.

De eso también me hablabas: de tu madre muerta en la cama con el cabello largo destrenzado sobre la colcha tejida a gancho. En ella hiciste tu aprendizaje de niña hacendosa. ¿Qué edad tenías entonces? Pienso que nueve o diez años. La escuela, el catecismo, los secretos, tus amigas. Te gustaba recordarlas por su nombre: Isabel, Otilia, Clementina. Ya deben haber muerto. Ignoro si tuvieron hijos que también les hayan escrito cartas largas, como las que te escribo a sabiendas de que no voy a enviarlas.

V

¿Qué hago con ellas? Las conservo. A la caja en donde las guardo llegan cada año unas cuantas hojas más tapizadas con mi escritura de arriba abajo. Cada renglón es como un puente sobre el inmenso abismo que nos separa. Lo atravieso, al fin me reúno contigo para oír tu silencio tan lleno de palabras y para contarte mis cosas, mis secretos.

Hay uno que nunca te confesé para no lastimarte. Ahora que nada te hace daño puedo revelártelo. Cuando después de estar lejos de ti una o dos semanas mi padre te llamaba, lo complacías de inmediato, feliz, pero supongo que también algo culpable por dejarnos solos a mis hermanos y a mí. En realidad no era así. Nuestros conocidos de la vecindad a cada momento iban a preguntarnos qué se nos ofrecía. Toda esa guardia no bastaba para suplir tu ausencia.

Era inmensa y pesada. Para aligerarla te escribía cartas en mi cuaderno, tal como lo he hecho desde que te fuiste, con la diferencia de que ya no tengo ninguna esperanza de que vuelvas. Entonces sí. Sabía que ibas a regresar para decirnos cuánto nos amabas. Como esa, recuerdo muchas cosas de ti. No puedo mencionarlas en una carta: resultaría demasiado larga. Eso me digo cada año y guardo recuerdos para el siguiente, pero cuando llega, me doy cuenta de que muchos los he olvidado.

Sí, lo siento: empiezo a sufrir olvidos, me voy acercando a la edad en que para ti se acabaron los calendarios con marcas rojas en los días de fiesta, por ejemplo éste. Para celebrarlo, a modo de regalo, vuelvo a escribirte en una tarjetita, como en mis días de escuela, mi frase preferida: Yo amo a mamá.