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180 grados en 100 días
D

urante sus primeros 100 días, Felipe Calderón mandó a los militares a las calles en un desesperado intento por ahogar las protestas contra el fraude electoral de 2006 y simultáneamente quedar bien con las exigencias del Pentágono. En su turno, Enrique Peña Nieto impulsó sus reformas estructurales para alinear su gobierno con los mercados financieros internacionales y firmó el Pacto por México para cooptar la oposición política de izquierda. En contraste, Andrés Manuel López Obrador se ha lanzado personalmente a las calles para recorrer las 32 entidades federativas, inaugurado múltiples nuevos programas sociales, iniciado una cruzada contra la corrupción y sostenido un diálogo permanente con los medios de comunicación y la población en general.

Las discrepancias no son sólo de estilo, sino que reflejan diferencias de fondo respecto de la conceptualización de las funciones y los propósitos del Estado mexicano. Las prioridades de Calderón y de Peña Nieto eran, por un lado, imponer su control político frente a un escenario de ilegitimidad electoral y, por otro lado, acercarse a Washington y cortejar a Wall Street. López Obrador, en contraste, busca estrechar sus lazos con la sociedad y restablecer la rectoría del Estado mexicano ante los poderes fácticos nacionales e internacionales.

Las coordenadas del nuevo gobierno son perfectamente claras e implican un viraje de 180 grados respecto de la lógica de los gobiernos anteriores. Primero, diálogo con y apoyo directo a los ciudadanos en lugar de control e intermediación clientelar y corporativa. Segundo, firmeza en lugar de subordinación frente a los oligarcas, los imperialistas y los corruptos. Es precisamente por ello que su gobierno ha sido castigado por las calificadoras internacionales, pero también premiado por la opinión pública nacional.

Ahora bien, las críticas a este nuevo modelo de Estado son perfectamente válidas, bienvenidas y comprensibles. En un sistema democrático la voz de la oposición debe articularse libremente y expresarse de manera contundente.

Sin embargo, es un despropósito esconder estas críticas atrás de una bandera de supuesta defensa de la democracia. Reorientar las prioridades del gobierno de Standard and Poor’s a las personas de la tercera edad, de Wall Street a Oaxaca, de Mexicanos Primero a los maestros de primaria y de Antorcha Campesina a los jóvenes sin escuela ni trabajo no implica autoritarismo ni demagogia, sino simplemente compromiso social.

López Obrador no ha afectado en absoluto la división de poderes ni la libertad de expresión o de manifestación. Los ministros de la Suprema Corte siguen ganando más de dos veces el salario del Presidente de la República y han suspendido la aplicación de la Ley Federal de Remuneraciones sin que haya habido castigo para ellos. El Congreso de la Unión ha tomado en serio su papel de revisar, modificar y perfeccionar las iniciativas presentadas por el Presidente, como en el caso del presupuesto federal y la Guardia Nacional. Los medios de comunicación hoy cuentan con más libertad que nunca para criticar frontalmente e incluso burlarse y tergiversar los dichos del ocupante de Palacio Nacional. Se ha liberado a docenas de presos políticos. Y se ha aumentado significativamente la libertad organizativa de los movimientos sociales y la fuerza negociadora de los sindicatos.

Ha llegado la hora de que la oposición (neo)liberal deje de intentar engañar a la población vistiendo sus legítimas críticas ideológicas con sedas de defensa de la democracia. A pesar de las enormes diferencias en los contextos correspondientes, personajes como María Amparo Casar y Claudio X. González se parecen cada vez más a Juan Guaidó y John Bolton. Lo que une a estas cuatro voces es la utilización del discurso de la promoción de la democracia para empujar subrepticiamente una agenda claramente ideológica. Esta hipocresía hace un daño terrible al mismo concepto de democracia, ya que lo vacía de contenido e invisibiliza las verdaderas luchas por el empoderamiento y la participación ciudadana.

En lugar de quejarse de los supuestos reflejos autoritarios del populismo del nuevo sultán, la oposición haría bien en aprovechar los nuevos tiempos democráticos para organizarse a plena luz del día para empujar abiertamente su agenda (neo)liberal. Si no lo hace, nos arriesgamos a que el importante espacio de la oposición pronto sea ocupado por el neofascismo de derecha que hoy recorre el mundo desde Estocolmo hasta Brasilia. El resultado podría ser desastroso al generar un contexto de profunda polarización política y social para la competencia electoral de 2024.

El verdadero riesgo para la democracia mexicana no es entonces la presencia de un liderazgo fuerte y de izquierda en Palacio Nacional, sino la debilidad de la oposición de derecha que todavía no logra articular una estrategia franca, institucional y responsable frente al nuevo escenario político nacional.

www.johnackerman.mx