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Mar de Historias

Lazos

E

n su curso de fotografía a Mayra le pidieron hacer un reportaje en alguno de nuestros viejos mercados. Me pidió que la acompañara. Acepté feliz: esos lugares me fascinan. El sábado siguiente me recogió en mi casa, temprano. Necesitábamos tiempo para que ella hiciera su trabajo con calma y, después, para comer en un restaurante oaxaqueño que había descubierto.

En todo el trayecto no se me ocurrió preguntarle el nombre del mercado hacia el que nos dirigíamos. Me llevé una gran sorpresa al ver que se trataba del que había conocido mucho tiempo atrás, con apenas dos años de casada y Álvaro, mi primer hijo, a punto de nacer.

II

Encontré el mercado, como tantos otros, en malas condiciones: las marcas de humedad en el techo, el amasijo de cables en las paredes, los mosaicos rotos y muchos puestos abandonados. Pronto recordé el nombre de quienes habían sido mis proveedoras: Caritina, Soledad y Lucita: muy inteligente y gran conversadora. Tenía el cabello corto, los ojos apenas maquillados y los pómulos encendidos con un rubor natural, prueba de su magnífica salud.

Su local era una especie de fonda: cuatro mesas con manteles de plástico floreado, el infaltable frasco de Búfalo con palillos y un salero. La mañana en que la conocí, Lucita se encontraba escribiendo en un tablero el menú del día. El plumil se le escapó de la mano y fue a chocar contra mi bota. Al recogerlo vi a una niñita debajo de la mesa con el pie atado a una de sus patas.

La escena me dejó paralizada hasta que al fin pude acercarme a la fondera para entregarle su plumil. Tratando de buscar indirectamente una explicación para el estado en que se encontraba la prisionera le comenté: Qué linda niña. Sin quitarme los ojos de encima, me dijo lo que no imaginaba: Es mi hija. Se llama Loli. Sí, es linda, pero también muy traviesa. Un movimiento de su niña atrajo su atención: Muñequita: ni creas que no te vi. ¿Qué agarraste? La niña, sin responder, volvió a ocultarse debajo de la mesa.

Tras el enfado que mostró Lucita noté cierto orgullo: ¿No le dije que era muy traviesa? Por eso me la traigo conmigo. Este lugar es seguro, pero necesito tener mucho cuidado porque los diableros pasan volando y pueden lastimarla. Se lo digo a Loli a cada rato, pero apenas me descuido jala para el pasillo tan lejos como se lo permite el lazo.

Salí en defensa de Loli: Su niña está muy chiquita. ¿Cree que puede entenderla? Me sonrió: Irá aprendiendo, como yo. Tenía la edad de Loli cuando mi madre empezó a traerme al mercado. Para que no corriera peligros me ataba a la pata de la única mesa. Es lo que hago con mi hija, y no porque no la quiera, sino al contrario.

No dije nada. Lucita interpretó mi silencio como reproche: Supongo que usted, como tantas otras personas, ven mal que tenga a mi niña así. ¿Creen que no me duele? Claro que sí, pero me aguanto porque sé que es mucho más seguro tenerla amarrada que dejarla solita en el cuarto. Imagínese que ocurra un temblor y la niña sin poder salir. ¡No quiero ni pensar lo que sucedería!

III

Después de aquel primer encuentro, muchas veces conversé con Lucita. Hablábamos de todo, hasta de política. Nos reíamos. La mañana en que volví con Mayra al mercado recordé aquellas charlas. Cuando mi marido y yo nos mudamos a Tajín fui a despedirme de Lucita. Le prometí que la visitaría. En una servilleta de papel escribió su número de teléfono: “Avíseme cuando piense venir para que le haga un coloradito como el que preparaba mi madre.” No cumplí mi promesa y no llegué a saborear el platillo, seguramente delicioso.

Mayra se puso a recorrer los pasillos del mercado en busca de un tema fotográfico. La seguí temerosa de que hubiera desaparecido la fonda de Lucita. Me equivoqué. El negocio seguía como lo recordaba y con el mismo mobiliario: cuatro mesas. Lo único nuevo era un refrigerador ruidoso. Encima del mueble estaba el retrato de Lucita, ya grande, adornado con un moño negro.

Sin pensarlo, me dirigí a la mujer que limpiaba una mesa y, con la tonta esperanza de que me desmintiera, le dije: ¿Lucita murió? Tensa, me preguntó si la había conocido. Le dije que sí y bajo qué circunstancias: Yo estaba recién casada. Diego y yo alquilábamos un departamentito en el edificio de la esquina. Aquí hacía mi mercado y a veces le compraba comida a Lucita. ¿Qué más puedo decirle? Todo, me contestó sonriendo. Bueno, recuerdo a su hijita. Era muy linda. Ahorita debe tener unos... Me arrebató la palabra: Treinta años. Yo soy Loli. Aquí crecí, aquí jugué, aquí aprendí a trabajar y aquí voy a seguir el resto de mi vida.

En el tono de Loli noté una especie de alegre serenidad. El recuerdo de su imagen, cuando niña, me asaltó. ¿Sabes cómo te conocí? Amarrada a la pata de una mesa, jugando con una muñequita tuerta que parecía gustarte mucho. Tu madre te vigilaba todo el tiempo.

Loli desvió la mirada para ocultarme sus lágrimas, pero luego se sobrepuso: Yo no me acuerdo de eso porque era muy chiquita. Mi mamá me lo contó y me dijo cuánto la entristecía tenerme amarrada, pero eso era preferible a dejarme solita en el cuarto. Suspirando, se acarició el vientre: “Voy a ser madre soltera. Cuando nazca mi bebé –será niña– tendré que hacer con ella lo mismo que mi madre, forzada por las circunstancias, hizo conmigo. Los dos abuelos que me quedan no viven aquí, mi hermana no puede cuidarmela: trabaja dos turnos. Con lo que gano, ni soñar en meterla a una guardería. Así que mi hija crecerá junto a mí.”

Pensé que era momento de despedirme. Antes le prometí a Loli visitarla. La perspectiva la entusiasmó: Sí, venga para que conozca a mi nena. Nacerá en julio. Pienso llamarla Lucita en memoria de mi madre. La extraño mucho. Cuando no soporto la idea de su muerte me imagino que está conmigo, debajo de la mesa, amarradita.