Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de enero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La siesta, el búho y la casa abandonada
D

e pronto hace tres días caí en el abismo que es el desaliento, ese decaimiento absoluto de ánimo, esa falta repentina y total de vigor, de simple deseo de levantarse y andar. Era de madrugada y por fortuna me encontraba sumida en un sillón acogedor, aunque en el rincón, de un pequeño vestíbulo de mi recámara, enfrente y al lado de un par de reducidos libreros de madera. Me esforcé y de pie me acerqué al que tenía más a mano, y, bajo esa apatía a la que te conduce la ley del menor esfuerzo, me fijé en los títulos en la repisa a la altura de mis ojos y desde la posición de mi cabeza sin girarla, con el deseo de elegir el que pudiera despertar mi interés aun en el estado de abandono que padecía. De una serie en inglés, intacta por mí hasta ese momento, de Los mejores ensayos norteamericanos, fundada y dirigida por Robert Atwan, publicada por Houghton Mifflin Harcourt), al azar escogí el volumen de 1996 y con él en las manos di un paso y volví a sentarme, bajo la luz de la lámpara.

Del índice reparé en tres autores y empecé por leer el ensayo más breve de los que señalé, Búho, de Mary Oliver, de quien no tenía la menor noticia, atraída además por el tema que anunciaba y cuya lectura inició con fuerza el proceso de rescate de mi inercia. Así, en los albores del día siguiente, leí las páginas del segundo, Y entonces la familia se dispersó, lo primero que leía de Joyce Carol Oats, sobre quien sin embargo desde mi juventud he tenido información, pero sin que por cierto su contenido anticipara el entusiasmo resuelto que para mí ha significado finalmente leerla. Y al amanecer, hoy leí El arte de la siesta, de Joseph Epstein, cuyo nombre me era familiar pero cuya literatura, hasta esta mañana, desconocía.

Fortificada de esta manera, en la enciclopedia después leí la crítica, y lo que pude de la biografía y la bibliografía de los tres, hasta cierto punto contenta de no haberlo hecho antes de leerlos, aunque después me interesó conocer el dato de la edad que tenían cuando los escribieron, que en aquel momento estaban en sus sesentas y lo que ahora los sitúa en sus ochentas.

Como prueba de cómo y cuánto gocé el ensayo de cada uno, para mí sería suficiente registrar aquí el deseo que de inmediato me colmó de traducirlos al español, no quería separarme de ellos, quería conocerlos mejor, desde su más intrínseco interior, quería hacerlos míos lo más profundamente que me fuera posible.

Cuando la exaltación del hallazgo se me asentó y empecé a hacer conciencia del tiempo y la energía con los que cuento, no sin pena tuve que admitirme a mí misma la imposibilidad de enfrentar la tarea de la especie de misión que se me impuso de traducir estos ensayos, pues prefiero o, mejor dicho, sé que debo, ocupar este tiempo y esta energía en mi propio trabajo literario y no en nada más. Como nunca antes, entendí el peso de la característica que uno desarrolla con la edad, o con las circunstancias particulares de la vida en las que alcanza determinada edad, y que se conoce como ser celoso de su tiempo. Así es, reconozco que me he vuelto cada vez más celosa de mi tiempo. Lo que, por otra parte, me pareció que compartía con los tres ensayistas que he incorporado a la lista de autores de los que buscaré acompañarme, al menos hasta el momento de poner punto final a las páginas que recogen mi existencia.

Los datos en la biografía de Oliver, Oats y Epstein hablan de cómo los tres, cada uno a su manera, han antepuesto su trabajo literario a cualquier otra empresa, en particular a aquella de emprenderlo todo con la finalidad primordial de hacerse conocer. En todo caso, esta decidida dedicación a la literatura, como la principal intención y finalidad de su trabajo, es lo que pude apreciar en los ensayos de este trío de autores, pues es lo que su obra refleja, sin que esto signifique que ellos no hayan sido reconocidos con premios y honores pues lo han sido, sólo que sin habérselo propuesto ni haberlo procurado.