Opinión
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Roma
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▲ Fotograma de la cinta de Alfonso Cuarón
U

na épica de la vida cotidiana. Roma es, hasta la fecha, la cinta más personal de Alfonso Cuarón. Un verdadero trabajo de autor: él la dirige, la fotografía, la edita y la escribe a partir de sus vivencias y recuerdos más íntimos que son, al mismo tiempo, los de una generación de habitantes de Ciudad de México, procedentes de la clase media, nacidos a principios de los años 60.

Su título escueto confiere dimensiones imperiales al nombre de la colonia capitalina en que transcurrió la infancia del cineasta. La familia retratada, una abuela, un padre y una madre en proceso de separación, cuatro hijos (tres varones y una niña), una empleada doméstica a la vez niñera, una cocinera y también un perro, conforma un núcleo doméstico de armonía engañosa que pronto comienza a resquebrajarse en consonancia con el país mismo que revive la zozobra moral del 68 en la represión social del echeverrismo un fatídico jueves de corpus, 10 de junio de 1971.

En la estupenda recreación de atmósferas, el trabajo de diseño artístico es eficaz y muy novedoso, todo lleva una impronta de imaginación y perfeccionamiento técnico. El soplo de un tributo a lo vintage, actualmente de moda, hace que el interior de la casa en la colonia Roma y las calles por las que transitan los personajes cobren una vida inusitada a la manera de un álbum familiar de aquellos años 70 magnificado por una portentosa fotografía en blanco y negro y gran formato digital. Esa monumentalidad del registro nostágico obliga a disfrutar la experiencia en una pantalla grande como la inmersión sensorial que al parecer siempre tuvo en mente el realizador mexicano.

Es evidente que la plataforma Netflix se vio rebasada por la cinta intimista que de pronto cobró dimensiones épicas, también por un costumbrismo local vuelto intuición colectiva de vivencias muy íntimas compartidas en varias partes del mundo.

La película conquistó el máximo galardón en el festival de Venecia y los medios y las redes sociales viralizaron la noticia, las restricciones de exhibición, la expectación ansiosa de públicos muy diversos, hasta hacer de la película un verdadero fenómeno social.

Las políticas erráticas de Netflix y los cálculos mercantiles del duopolio de exhibición en México propiciaron algo imprevisible: revitalizar un circuito de salas independientes en el país que hasta ahora se encarga de presentar en pantalla grande esa magnífica experiencia audiovisual de autor.

El resultado de ese periplo de contrariedades de una exhibición truncada ha servido para mostrar que un cine mexicano de corte intimista, con claras resonancias sociales, puede no sólo utilizar la tecnología más avanzada para una finalidad artística, sino crear una novedosa estrategia de exhibición paralela muy al margen de las cadenas monopólicas locales al servicio de Hollywood.

Roma es, en términos artísticos, uno de los mayores logros del cine mexicano reciente. Combina de modo original lo político y lo privado, la crónica intimista de una familia y los días en que una ciudad vivió de nueva cuenta el horror de una masacre de estado. Evoca los años 70 y los éxitos musicales del momento como un entrañable almanaque memorioso, la recreación de uno de los muchos sismos de baja intensidad como parte de una cotidianidad urbana, también la artificiosa pero dulce fraternidad de los niños bien con las sirvientas en improvisado papel de madres sustitutas, y el laborioso y lúdico trajín por patios y azoteas en el cálido refugio hogareño.

En contraste con esa bucólica calma en medio del caos citadino, una crisis familiar sacude súbitamente las certidumbres morales y siembra el desconcierto, el recelo y el rencor donde antes sólo había armonía. Esa crisis reúne de modo inesperado los destinos sentimentales de Cleo, la sirvienta, y Sofía, su patrona apesadumbrada, quienes descubren tener más cosas en común que el cariño de los niños de la casa.

Alfonso Cuarón logra la hazaña de conectar sentimentalmente con su propia generación y con la generación siguiente que observa con interés el mundo casi olvidado de sus padres, y también con los públicos de otras latitudes que por una vez sienten propio lo que siempre les pareció demasiado ajeno.

En ese vago reconocimiento de una experiencia íntima universalmente compartida radica el éxito instantáneo de Roma, esa nueva capital virtual del mejor cine mexicano.

Se exhibe en la Cineteca Nacional, el Centro Cultural Universitario, Le Cinéma IFAL, Cinematógrafo del Chopo y Cinemanía, entre otras sedes en el país, y a partir del 14 de diciembre en la plataforma Netflix.