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l pequeño auto blanco que avanzaba por la céntrica avenida sin tráfico, a media mañana de un sábado, era ya una fuerte llamada de atención al carácter simbólico de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador como presidente.

La escena era distinta, sin duda, a la del protocolo común oficial, de grandes autos negros y blindados con ostensibles despliegues de seguridad. El contraste fue aún mayor entre la llegada al Congreso que hizo el ex presidente Enrique Peña Nieto –un hombre muy solo– y la de López Obrador, fuertemente arropado. Si quería mostrar un rompimiento de las costumbres del espectáculo del poder, lo consiguió.

La ruptura sobre la que ha insistido durante tanto tiempo y que marcaría no sólo un cambio de gobierno, sino uno de régimen, se instaló en seguida en el multitudinario recinto oficial.

El sentido de esa fractura se avivó cuando, ya portando la banda presidencial, agradeció primero a su antecesor que no hubiera intervenido en el proceso electoral, para luego descargar una feroz crítica a un sistema político que aquél habría llevado a su completa degradación. La acometida fue brutal.

López Obrador expuso durante casi dos horas su visión del país. Puso en el centro de ella y de modo inequívoco las repercusiones negativas de las políticas neoliberales aplicadas durante los pasados 36 años. Nada se destacó favorablemente de todos esos años. Nada se rescató de esta sociedad.

El Presidente ve las cosas de modo diferente. Eso le dio el respaldo decisivo en las urnas y también la mayoría a Morena en el Poder Legislativo.

Sobre la manera en que ve el país ha insistido durante mucho tiempo, en especial desde que ejerció como jefe de gobierno del entonces Distrito Federal en el año 2000. López Obrador ha sido el opositor por antonomasia.

Ayer no manifestó nada que no hubiera dicho antes, durante la campaña electoral y luego durante los largos cinco meses de la transición hasta su investidura.

En su extenso y enjundioso discurso ordenó, ponderó y jerarquizó de alguna manera su visión política, y de modo más relevante aún lo que quiere hacer con el ejercicio del gobierno. Y no es poca cosa lo que ha propuesto a la nación. Ya quedó plasmado en el primer planteamiento oficial que hizo como presidente y servirá como referencia de su gobierno y, también, de las prácticas de la legislación y la procuración de justicia.

Hay en esa propuesta un entendimiento particular de lo que es el país. En ella hay componentes que son ciertamente claros y que exigen una ingente atención. López Obrador los expone a partir de la gran desigualdad social y lo que ella significa; en el desgaste que provocan las políticas públicas, la arraigada y extendida corrupción, la creciente inseguridad pública, la violencia y la impunidad que las enmarca.

Sin embargo, a pesar del claro significado de esos fenómenos y del nuevo planteamiento que exigen por parte del gobierno, la visión que propone el Presidente no es completa.

Políticamente podría darles un marcado peso específico que guíe sus objetivos de gobierno. Eso quedó claro en su discurso, pero ello no significa por extensión que así consiga integrar la enorme complejidad de esta sociedad.

López Obrador habrá de ser ahora el presidente forjador de un proyecto.

Una parte relevante de la responsabilidad de gobernar es precisamente incluir, y eso es lo que explícitamente se ha propuesto hacer. Las urnas lo avalaron.

La frase con que concluyó el primer discurso como presidente es una parte clave del ideario político de AMLO: Por el bien de todos, primero los pobres.

Esa fórmula la expuso abiertamente en la campaña política de 2006. Tendrá que hacerse efectiva.

El arte está en rearmar el entramado social sin rompimientos irreparables y dar así un sentido práctico y político a la noción: Por el bien de todos, es decir, el conjunto tan diverso de los ciudadanos que conformamos este país.