Opinión
Ver día anteriorLunes 26 de noviembre de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El invisible
(S

é la imposibilidad de ser invisible, algo que lamento en ocasiones, pero en la andanza que se registra enseguida, vista desde las elevaciones de una meseta del norte, casi lo logro).

La lánguida luz auroral de pronto se intensifica y con escalpelo ávido corta los contornos, los delinea precisos, los dibuja a fuerza de luz y de sombra, los verdes explotan y los azules exploran, las flores rojas no pueden evitar ser ellas mismas porque las abejas y los moscardones las rondan y las adoran bajo el alboroto emplumado de unas tórtolas alocadas sobre los techos y en las ramas.

Las llamas de la fogata se consumen rápidas y simultáneas, diciéndose si hemos de arder que sea de una vez. La leña es delgada, sus espinas finas, fieles a su memoria de mesquite arden, gimen, lastiman si las tocas. Rápidamente grises de la crisma, y más pronto que tarde ceniza blanca, las alcanza el amarillo azul, las envuelve, devora como el amor, y de la última rama dorada del otoño a la roja brasa que se extingue transcurre lo que cabe en una vida, fruto y nada, negra, blanca, gris, opaca y colorida. Brillante. Sexual. Hermafrodita.

Al pie de la planta serenada que está al pie de mi planta descalza, rígida en humedades quiméricas, aterida, un veloz camaleón verdecido alza su cola y la desenrosca en las cabelleras del aire, la peina y despeina y sale adelante, verde y mineral, impasible ante mi presencia que no ve ni siente.

Miro a las nubes para pensar en ellas. Contamos con su inmovilidad que nunca cumplen, ni siquiera en su rebaño más manso, que parece estático, a veces piedra. Aplanadas por abajo cubren la Tierra, techo que trazan las corrientes que nos despeinan, las llevan en vilo en la ruta invisible del cambio constante. Me siento líquido bajo ellas, hundido en mi propio manantial. Déjenme las larvas, les pido, sabré dónde ponerlas llegado el tiempo; déjenme las cuencas para vaciarlas con mis propias manos y que las atraviese sin obstáculos la luz circular del universo.

Quiere nublarse el día. Olas de las que sólo en el aire puede haber juegan con las tiesas crestas de las gobernadoras, arduas como son, de esmeralda a casi negro, ondulan con gracia burbujeante y sólida, árida marea apacible, fija en la luz que transcurre jugando a las horas. Y de repente una liebre. Se detiene. Con la velocidad de las estatuas me ve o siente pasar a su lado sin mover las orejas.

Me alejo por un sendero de piedras. Pastos y zacates se extienden hacia las laderas, aquí y allá un maguey, o una palma chueca. Sobresale un lomo que se aproxima, llega al sendero sobre las patas recias de un coyote precedido por su bella cabeza esponjada de bestia. Mira en mi dirección, y en otras, sin inquietarse. No me ve, pero quizás me huele. Vaya que es fino su pelambre. Me inclino para admirarle el hocico. Una línea negra subraya sus largos labios cerrados, sin colmillo a la vista. Sus ojos son záfiros, iris de sol y pupilas como pozos. Paso mi mano sobre su lomo como alfombra y para él soy la mano del viento. Reanuda su paso y desaparece entre los zacates.

Llega la hora de la víbora. Enrollada a media senda, parece dormida. Abre los ojos, ligeramente levanta la cabeza, la gira desentumiéndola. Su ojos de fuego son temibles, miran en mi dirección y no reaccionan. Con parsimonia geométrica desenrosca el cuerpo crispado en gris y negro, lo extiende al surco de arena que elige para desprenderse.

Por último la prueba de fuego: las aves, que en estas horas enloquecen de tan felices que se sienten y no toleran ni de lejísimos la presencia humana. Desconfían de su propia sombra, no hace falta que pase algo para que huyan. Ven a ojo de pájaro, pero el zenzontle no ve cuando me acerco a contar las plumas de su abanico, y canta. Puedo ponerle el oído junto al pico y pescar su trémolo exacto.

En sentido opuesto sobre el sendero vienen un perro, un cabrero y unos chivos. El cabrero me saluda, recordándome que para los humanos no soy invisible. Si me toman una foto, salgo.