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Vox Libris
Angel Catbird
Periódico La Jornada
Domingo 11 de noviembre de 2018, p. a12

La narradora canadiense Margaret Atwood (Otawa, 1939), premio Príncipe Asturias de las Letras en 2008, incursiona por primera vez en la novela gráfica con Angel Catbird, obra con traducción de Magdalena Palmer, ilustraciones de Johnnie Christmas y color de Tamra Bonvillain. Con autorización de los editores, Sexto Piso y la Secretaría de Cultura federal, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de la introducción a manera de adelanto.

Quizá resulte extraño que a alguien conocido por sus novelas y su poesía le dé por escribir cómics, y más aún un cómic titulado Angel Catbird. ¿Por qué una venerable dama literaria como yo –una anciana galardonada con premios literarios, una agradable dama que debería descansar en sus laureles y en su mecedora, digna y emblemática–, por qué esa venerable dama literaria se pone a tontear con un superhéroe gato-búho volador y clubes nocturnos para felinos, por no mencionar hombres-rata gigantes?

Extraño.

Pero para mí no lo es tanto. Nací en 1939, por lo que ya podía leer cuando, con el fin de la guerra, se produjo el glorioso regreso de los cómics en color. No sólo leía ingentes cantidades de historietas en forma de revista, sino que también encontraba muchos de los mismos personajes en la prensa del fin de semana, que dedicaba páginas enteras a los cómics en color. Algunos resultaban divertidos –La pequeña Lulú, Li’l Abner, El ratón Mickey o Blondie, por ejemplo–, pero otros eran serios: Steve Canyon, Rip Kirby y la insondable Mary Worth. Y había varios superhéroes: Batman, Capitán Marvel, Wonder Woman, Superman, El Hombre Elástico, Linterna Verde, La Antorcha Humana y similares. Hasta existían cómics cuyo objetivo era mejorar a los jóvenes: la serie Classic Comics tenía una finalidad educativa.

Y otros eran sencillamente extraños. En esta última categoría situaría Mandrake el mago, La pequeña Annie –donde los personajes no tenían pupilas– y Dick Tracy: joyas surrealistas, aunque algo turbadoras para los niños. ¿Un criminal que puede adoptar cualquier rostro, y que parecía un queso fundido? Recordaba de un modo alarmante a Salvador Dalí y me quitaba el sueño, como hizo la obra de Salvador Dalí cuando la descubrí años después.

No sólo leía todos esos cómics, sino que también dibujaba mis propias historietas. Las primeras tenían como protagonistas a un par de superheroicos conejos voladores, demasiado alegres y adictos a las cabriolas para que pudieran considerarse pesos pesados. Mi hermano mayor tenía un repertorio de personajes mucho más amplio, y con más gravitas: se dedicaban a la guerra a gran escala, mientras que mis superhéroes sólo tonteaban con alguna que otra bala.

Además de mis conejos superhéroes también dibujaba gatos alados, muchos con globos incorporados. Me obsesionaban los globos porque durante la guerra no había; los había visto en fotografías, pero nunca de verdad. Me pasaba lo mismo con los gatos: no me permitían tener uno porque pasábamos mucho tiempo en los bosques canadienses. ¿Cómo viajaría el gato? Y, una vez allí, ¿se escaparía y acabaría devorado por un visón? Probablemente. De modo que, durante la primera parte de mi vida, mis gatos fueron gatos voladores.

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▲ Ilustración de la página 22 de Angel Catbird, coeditado por Sexto Piso y la Secretaría de Cultura federal.Foto © Daniel Mordzinski/Editorial Alfaguara

Pasó el tiempo, y tanto los globos como los gatos se materializaron en mi vida real. Los globos supusieron toda una decepción, pues tendían a desinflarse y estallar; los gatos, no. Durante cincuenta años disfruté de su compañía, salvo en las breves interrupciones en que fui estudiante. Mis gatos eran un placer, un consuelo y una ayuda para escribir. La única razón de que ahora no tenga ninguno es que me da miedo tropezar con él. Eso y dejarlo huérfano, por decirlo de algún modo.

Cuando la década de los cuarenta dio paso a la de los cincuenta y me convertí en una adolescente, el cómic que más me interesó fue el Pogo de Kelly, cuyo repertorio de criaturas de los pantanos combinado con su sátira de los excesos de la era McCarthy estableció un nuevo referente: cómo ser divertido y serio a un tiempo. Entretanto, yo seguía dibujando y diseñando algún que otro objeto visual: pósteres para el negocio de serigrafía que había montado en mi mesa de ping-pong a finales de los años cincuenta y cubiertas para mis primeros libros, porque era más barato que pagar a un profesional.

En la década de los setenta dibujé una suerte de tira política llamada Kanadian Kultchur Komix para una revista llamada This Magazine. Continué dibujando una tira anual titulada Book Tour Comix, que enviaba a mis editores en Navidad para hacer que se sintieran culpables (sin éxito). No es coincidencia que la narradora de mi novela de 1972, Resurgir, sea una ilustradora, y que la narradora de mi novela de 1988, Ojo de gato, sea una pintora figurativa. Todos tenemos vidas que nos hubiera gustado vivir. (Señalo que ninguna de estas narradoras ha sido nunca bailarina; probé el ballet durante un corto periodo de tiempo, pero me mareaba).

Y seguí leyendo cómics, observando el surgimiento de una nueva generación de personajes sicológicamente complejos con problemas para las relaciones (Spiderman, a quien después siguió Lobezno, etcétera). Luego llegaron las novelas gráficas, con clásicos como Maus y Persépolis: bisnietos de Pogo, lo supieran o no.

Al mismo tiempo me comprometía cada vez más con la conservación de las aves. Me sentía culpable por todos mis años de compañía felina, pues mis gatos habían entrado y salido de casa a su antojo para entretenerse en sus asuntos gatunos, que incluían matar animalitos y pájaros que me ofrecían como regalo, depositándolos concienzudamente en mi almohada o bien en el felpudo, donde tropezaba con ellos. A veces ni siquiera era un animal completo. Uno de mis gatos únicamente donaba las entrañas.

De este contraste entre mi pasión por leer y escribir cómics y mis manos manchadas de sangre aviar nació Angel Catbird. Reflexioné varios años al respecto y hasta dibujé algunos bocetos. Sería una combinación de gato, búho y humano, y tendría, por consiguiente, un conflicto de identidad –¿salvo a este polluelo de petirrojo o me lo como?–, pero sería capaz de entender las dos perspectivas de la pregunta. Sería un dilema carnívoro andante y volante (...)

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