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No queremos borrar a los israelíes

Educación, el antídoto al odio, dice palestino que vio morir a tres hijas

Un bombardeo en Gaza provocó la decapitación de las jóvenes; su padre escribió el libro No odiaré

Foto
▲ Mayar, de 15 años; Aya, de 13, y Bessan, de 21, hijas de Izzeldin Abuelaish, en una playa de Gaza, días antes del bombardeo israelí del 16 de enero de 2009 en que murieron.Foto Fundación Hijas por la Vida
 
Periódico La Jornada
Viernes 9 de noviembre de 2018, p. 28

Toronto. Rara vez puede la historia dictar que la sangre de tres hijas decapitadas se inyecte en una vena de esperanza. Esta operación, supongo, se la administró a sí mismo el corpulento hombrecito de cabello grueso y enmarañado que está sentado frente a mí en el centro médico de la Universidad de Toronto. Incluso podría yo llamar terco a Izzeldin Abuelaish, de no ser por su asombroso valor y su invitación instantánea a tomar café y dátiles con él. Recibe a los visitantes a su oficina del quinto piso con una gran fotografía a color en la pared de enfrente, que tiene la dignidad y objetividad de una pintura impresionista.

En la foto aparecen sus tres hijas, Mayar, Aya y Bessan, sentadas en una playa ventosa en Gaza al despuntar 2009. Mayar lleva una pañoleta blanca y mira ligeramente a su derecha, Aya está en el centro con un gorro de lana y Bessan lleva pañoleta también y reposa sobre su mano derecha, mirando su nombre en inglés, que ha escrito en la arena. Su padre me contó que cada vez que una ola borraba sus nombres, ellas volvían a escribirlos. Dos semanas después de que se tomó la fotografía, ellas estaban en Gaza con su padre Izzeldin cuando proyectiles disparados por tanques israelíes dieron en su casa.

No le pido a Izzeldin que repita lo que ocurrió después. En los meses siguientes contó la historia con terrible elocuencia. Mayar fue la primera en morir. Así fue como él describió los sucesos cuando habló en el Festival Literario de Karachi: “No reconocía a mis hijas. Les habían arrancado la cabeza. No podía discernir a qué cuerpo pertenecía cada una. Estaban ahogadas en un charco de sangre… Este es el cerebro. Estas son partes del cerebro. Aya yacía en el suelo. Shatha (otra hija) estaba herida y se le salía el ojo. Tenía los dedos mutilados, apenas unidos por un jirón de piel. Me sentí sin amor (sic), sin espacio, gritando… El segundo proyectil mató a Aya, lesionó a mi sobrina, que llegó del tercer piso, y mató también a mi hija mayor, Bessan, que estaba en la cocina y salió en ese momento, saltando y gritando ‘¡Papá, papá, Aya está herida!” Eso ocurrió a las 4:45 de la tarde del 16 de enero de 2009. Bessan tenía 21 años, Mayar 15 y Aya 13.

Izzeldin Abuelaish es profesor asociado de salud mental, nacido en el campo de refugiados Jabaliya, en Gaza. Los ojos de este ginecólogo de 63 años aún se humedecen cuando llega a este punto de la conversación, casi 10 años después. Yo no aludo a las terribles ironías ni menciono a su esposa, que murió de cáncer apenas cuatro meses antes de que los israelíes mataran a las tres jóvenes hermanas y a la sobrina de Izzeldin.

Él fue el primer palestino que recibió un cargo directivo en un hospital de Israel; ¿podría haber un símbolo más apropiado de confianza humana entre ambos bandos? Por supuesto, habla hebreo, y en ese idioma habló en una transmisión en la televisión israelí desde la habitación donde los restos de sus tres hijas yacían en un charco de sangre, en enero de 2009. Sería grato consignar que ese suceso cambió todo, que los israelíes al fin se dieron cuenta, con esa aterradora transmisión en vivo, de que la carnicería de civiles perpetrada por su ejército en Gaza –junto con la de sus patéticos milicianos islamitas– debería terminar ya.

Pero las guerras continuaron, primero en 2012 y de nuevo en 2014.

¿Para qué? Cada vez que Gaza era arrasada, los israelíes clamaban defensa propia, después de que los cohetes a menudo caseros y en gran medida fallidos de Hamas eran lanzados a la ciudad fronteriza israelí de Sderot. Hace unos años fui a esa población y descubrí que alguna vez fue una aldea palestina llamada Huj, cuyos habitantes árabes –que ayudaron a sus vecinos judíos en la guerra de 1948– fueron desalojados sin piedad por el ejército israelí de entonces. De hecho, los israelíes hicieron caso omiso incluso del llamado de David Ben-Gurion a dejarlos quedarse. Y una de las hijas sobrevivientes de Izzeldin leyó mi vieja nota y le dijo a su padre, que es la razón por la que él me recibió con calidez en el frío otoñal de Toronto. Porque el padre de él era alcalde de Huj en 1948 y su familia provenía de esa aldea, cosa que yo no sabía, por supuesto. Y así, los abuelos de Izzeldin fueron echados de su aldea por el nuevo Estado israelí y abandonados en los campamentos de Gaza, de donde los cohetes de Hamas caen ahora sobre lo que era Huj y ahora es Sderot.

Por tanto, no me sorprende descubrir que Izzeldin ha estado en Huj/Sderot, encontró el cementerio de piedra de su aldea destruida y algunos de sus huertos de árboles frutales, y charló con los líderes del kibutzi judío local, e incluso halló, no lejos de allí, el enrejado que protege la tumba del más belicista de los líderes israelíes, Ariel Sharon, el hombre que envió las milicias de su ejército a los campamentos de Sabra y Chatila en 1982 y asesinó a sus habitantes palestinos, hasta el número de mil 700. La historia cuelga en telones sobre las tierras de los palestinos –tanto árabes como judíos– que vivían allí bajo mandato británico, y sobre las tierras en las que viven actualmente. En muchos casos, los telones están empapados de sangre. Las tierras generalmente son las mismas.

En este punto nuestro relato adquiere cierta nobleza. Porque, pese a que Izzeldin llevó sin éxito a los israelíes a tribunales por la matanza de sus hijas –primero alegaron que había francotiradores en la casa de los Abuelaish, luego que allí se escondían militantes, más tarde que los proyectiles que mataron a las hijas vinieron de Hamas (todo sin pruebas)–, creó la fundación Hijas por la Vida, que ofrece becas a mujeres jóvenes para estudiar en universidades de Cisjordania, Gaza, Israel, Líbano, Jordania, Egipto y Siria. Escribió un libro llamado No odiaré. Hoy ciudadano canadiense, Abuelaish ha recibido premios en derechos humanos y un honoris causa de la Universidad Simon Fraser.

Y se aferra a lo que quizá es –aquí trato de decir la verdad– una esperanza muy triste: que la historia siempre nos sorprenderá. ¿Alguna vez soñó usted que un negro sería presidente de Estados Unidos?, pregunta. Si le hubiera dicho eso hace 15 años, me habría tachado de loco. ¿O se imaginaría que Trump sería presidente? ¿Puede decir lo que ocurrirá mañana? ¿Creía que alguna vez Arafat estrecharía la mano de Rabin? No estoy muy seguro de que yo hubiera mencionado a Trump entre esos sueños, pero entiendo lo que Abuelaish quiere decirme: algunas cosas son inimaginables, y otras están predeterminadas.

Palestina nunca me dejará, afirma. “Está dentro de mí. Voy allá. Mis raíces están allá. Entiendo todos los retos y los mitos. La tierra es el determinante de nuestra vida. Hace 2 mil años los judíos imaginaron que volverían a Jerusalén y se dispersaron por todo el mundo… y luego lograron instaurar su Estado. Nosotros estamos cerca de tener nuestro Estado (palestino). Estamos allí. Lo vemos. Hay una diferencia entre lo que uno quiere y la realidad… Este no es un conflicto religioso. Es un conflicto político, colonial”.

Esto último es cierto. Pero la determinación de Abuelaish está envuelta en un pragmatismo inocente. Cree en verdad que palestinos e israelíes deberían amarse unos a otros. Pero pone su confianza en el sentido común, que es un fundamento arriesgado para la paz en Medio Oriente. No puede haber transferencias de palestinos de Cisjordania, dice. Sería imposible. Yo no estoy tan seguro. Cree que Abu Mazen, el presidente palestino, es inteligente, pero no está de acuerdo con sus servidores, que –palabras mías, no de él– son fosilizados y corruptos. Habla de unidad y luego dice una gran verdad: que mientras Palestina se vuelve cada vez más pequeña para los palestinos, las facciones palestinas (la Autoridad Palestina, Fatah, Hamas, lo que ustedes gusten) quieren ser más y más grandes.

No queremos borrar a los israelíes; queremos estar lado a lado con ellos. Queremos ser iguales a ellos. Quiero preguntarle a Netanyahu: ¿qué quieren los israelíes para ellos y para sus hijos? Es estupendo, claro, pero gran parte del gabinete extremista de Netanyahu quiere toda Palestina para ellos y sus hijos, por medio del proyecto muy colonialista de los asentamientos, que Abuelaish reconoce. Debemos tener una sociedad civilizada, intelectual y pragmática para enfrentar la ocupación; que tenga mentes inspiradoras, estudios, talento para hablar al mundo, sostiene. No necesitamos misiles.

Es un hombre recio. “Nunca me doy por vencido. Nunca olvido a mis hijas. Creo que un día me encontraré con ellas y rendiré cuentas a Dios y a ellas, y ellas me preguntarán: ‘¿Qué hiciste por nosotras?’ Izzeldin habla de su hija que resultó herida, Shatha, que quedó cegada en parte por los proyectiles de los tanques. Ella le dijo después del ataque: Si no veo con el ojo derecho, tengo el izquierdo. Shatha terminó como la mejor de su clase en los exámenes en aquel verano de 2009 y se graduó con honores en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Toronto. El antídoto al odio y la revolución es el éxito y la educación, afirma él. Una semana antes había expresado sus condolencias por los 11 judíos estadunidenses asesinados en una sinagoga en Pittsburgh.

Debemos entender la interconexión de salud y paz, señala. Si uno está en Gaza, quiere ser feliz, ser libre, pasarla bien. Eso es salud. Si no está desempleado, quiere tener empleo. Eso es salud. Si uno estudia para un examen, quiere terminarlo y quedar libre de todo para comenzar a trabajar. La paz, la libertad, la justicia y la educación dependen de quiénes somos y dónde estamos.

Es una dura apuesta. Cuando viajaba a Israel en el jet del gobernador general de Canadá, como parte de una delegación a Medio Oriente, Abuelaish presentó su pasaporte canadiense a los israelíes en el aeropuerto Ben Gurion. Pero lo hicieron esperar junto con otro delegado nacido en Palestina, hasta que les dieron un permiso palestino. Me estremece enterarme de ese acto vergonzoso e innecesario, aunque supongo que, sin proponérselo, con él redimían su identidad palestina mientras demostraban la impotencia del país que lo hizo ciudadano.

Continúa su litigio legal contra los israelíes. Cualquier compensación que obtenga –y debe ganar– irá a Hijas para la Vida. Está escribiendo un nuevo libro, que se titulará No temeré. Pero, durante nuestra conversación, noto que su mente divaga hacia una pregunta perturbadora. ¿Cómo es que Malala, la joven gravemente herida por el talibán, fue tan arropada en Occidente –con justa razón–, mientras Shatha fue desdeñada en gran medida? No envidia a Malala por su valor o su fama, pero advierte una diferencia entre las dos jóvenes, una diferencia crucial: la identidad de quienes casi acabaron con ellas.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya