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Mar de Historias

Otra despedida

A

caba de suceder y ya lo estoy recordando.

Como si no conociéramos de sobra ese camino, a las seis de la tarde el primo Eduardo nos guió hasta el cementerio. Tardamos en llegar porque a cada momento nos deteníamos para referirnos a lo ocurrido durante la convivencia con nuestros huéspedes. Después de un año de esperarlos, como nos ocurre siempre, las horas a su lado nos resultaron insuficientes. Teníamos mucho que decirles para zanjar el ya largo silencio, para hacerles saber que seguían presentes en nuestras vidas y sobre todo para reiterarles nuestro amor.

Eduardo nos advirtió que se estaba haciendo tarde. Remprendimos la marcha, aunque muy despacio. La lentitud no se debía a que estuviéramos fatigados, sino al deseo de retardar lo más posible el momento en que tendríamos que separarnos de nuestros visitantes. Colmados de cariño, ahítos de comida y llenos de recuerdos, habían llegado al punto del que iban a partir rumbo a su mundo fincado en la quietud y en el silencio.

Como si se tratara de una despedida común en una estación, en una terminal o en un cruce de caminos, les deseamos buen viaje y un mejor descanso. Lo necesitaban después de haber hecho una larga travesía para llegar puntuales a la fiesta que organizamos en su honor. Además, les prometimos recordarlos en tanto llegaba el siguiente noviembre, cuando los recibiríamos con agradecimiento, flores, panes, aguardiente, humo de copal, sus guisos y bebidas predilectos. Mientras ellos disfrutaban de todo, sus anfitriones nos encargaríamos de rehacer las experiencias –buenas o malas, dulces o amargas– que compartimos durante el tiempo que abarcó su vida. Aun las más largas nos parecieron breves.

II

Cumplido ese ritual, nosotros volvimos a la rutina propia de estas fechas: regresar a la casa vacía, saturada por un aire enrarecido y el olor denso que mezcla el de las flores, el copal y el tabaco; sentarnos alrededor de la ofrenda y deleitarnos con la comida y las bebidas con que halagamos siempre a los viajeros. La idea de que en los trastos había quedado algo de sus huellas, de su aliento, nos permitió celebrar –lo mismo que tantas otras veces– una especie de comunión con los seres queridos.

III

Poco a poco la ceremonia fue convirtiéndose en una reunión familiar llena de anécdotas, evocaciones, recuerdos tristes, llantos aislados, bromas y hasta un conato de pleito. Alguien impuso el orden y hablamos de quienes apenas una hora antes habían emprendido su largo, inimaginable viaje. Para compensarnos de su ausencia, los hicimos de nuevo presentes tuteándolos, hablando de sus bondades, manías, caprichos, fallas; llamándolos por sus nombres: Félix, Roque, Santa, Tiburcio, José, Aurora, Diego, Mauro, Porfirio...

Nos alegró pensar que todas esas personas, afortunadamente, habían muerto rodeadas por nosotros, en su casa, en su cama envueltas en sábanas abrigadoras, cerca de objetos familiares que de seguro les significaban afectos, celebraciones, conquistas, pequeños triunfos. Preferimos no mencionar las condiciones o en qué circunstancias habían muerto. Hablar de fiebres, espasmos, vómitos, hemorragias, delirios sólo nos llevaría a minar la alegría de haber podido convivir, una vez más, con nuestros muertos. Guiados por los pétalos amarillos y las veladoras llegaron a la casa que fue y seguirá siendo suya para siempre.

Sin planearlo, llegamos a la conclusión de que éramos afortunados porque nuestros seres queridos no habían enfrentado, como tantas otras personas, su último minuto solos, en la calle, en medio de una carretera desolada, en el cuarto de un hospital sin referencia alguna al mundo que fue suyo, sin escuchar una voz que por simple pudiera parecerles un abrazo.

IV

Con los años van siendo más los muertos que habitan nuestras casas. Aunque invisibles, a ciertas horas ocupan un lugar en la mesa o se instalan en los que eligieron como sitios predilectos: junto a la ventana, en aquel rincón de la sala, el patio, la cocina... También siguen siendo los dueños de algunos muebles y objetos marcados con sus nombres. Dolores ya no habita en esta casa, pero la antigua singer sigue perteneciéndole, lo mismo que el escritorio de cortina a Félix o las tijeras alemanas a Santa. Santa de mis pecados, le decíamos por hacerla rabiar.

V

Llegó el momento de levantar la ofrenda. Los muebles que durante días permanecieron adosados a la pared recuperan su sitio. Hay que traer las cajas donde guardaremos los objetos –algunos pequeños, insignificantes, pero llenos de significados– que acompañaron el retrato que tiene asegurado su sitio en la pared.

¿Qué hacemos con todo lo demás? Quiero decir las flores de papel, las veladoras y el aguardiente a medias consumidos; el mantelito con la palabra sueño bordada en una esquina; la jarra azul que de milagro no se ha roto. Guardarlo todo para adornar, el próximo noviembre, otra ofrenda. La pondremos, según nuestra costumbre, en honor de los que van a llegar. Durante horas contadas nos haremos las ilusiones de que nunca se han ido de nosotros, aunque sepamos que otra vez se irán. Al fin nos despediremos y minutos más tarde alguien dirá: Acaba de suceder y ya lo estoy recordando.