Opinión
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Sin tregua
E

l enjuiciamiento al futuro gobierno ha sido tan detallado y condenatorio como furibundo. Examinar el significado del resultado electoral y extraer, al menos, algunas de las consecuencias básicas, no parece tarea inmediata de la crítica y del sistema vigente. Se parte del supuesto de que la actual es la ruta correcta y que, sobre todo, deberá prevalecer. Cualquier desviación de los modos establecidos, incluso de tono menor, exige pronta reacción para contener al infractor y obligarlo a retomar la senda, so pena de costos impagables. Han sido muchos los años empleados en el armado del rompecabezas neoliberal y no conviene, ni se permitirá, mover cualquiera de sus piezas, aun si éstas son de menor importancia. Lo principal, en estos primeros tiempos, es definir posturas ante cualquier señalamiento que implique cambios al modelo vigente. Sin contemplación que valga, la opinocracia y adláteres mediáticos han visualizado su tarea como sustantiva obligación de modelar, al grupo ganador, de acuerdo con sus concepciones e intereses.

Una revisión de los desencuentros habidos lleva, casi de inmediato, a sospechar que la postura de casi todo el aparato de comunicación no se compagina con el masivo triunfo del candidato y su partido. Se teme que, tanto uno como el otro, hayan llegado, no sólo para quedarse, sino para cumplir la oferta de campaña: introducir los correctores necesarios para una transformación profunda. En este pronunciamiento caben las suposiciones que presumen distintas las promesas de campaña con los deberes de gobierno. Las condicionantes de las tareas cotidianas implican que los anteriores ofrecimientos sean moderados o, de plano, minimizados en aras de una multitud de circunstancias. Desviar el curso que han tomado algunos asuntos, introducidos por el presidente electo o sus colaboradores y militantes de Morena, se estima desde la oposición, como deber ciudadano impostergable. Una visión acorde, o paralela con la numeralia electoral resultante, recomienda, sin embargo, ver los avances habidos como anzuelos o puertas para enriquecer el innovador sendero propuesto o, también, para tantear alternativas.

Desde el primer día, siguiente al triunfo de Morena, empezó la avalancha crítica. El objetivo no implicaba, solamente, exigir mayor información sobre los contenidos o la dirección de los arrestos transformadores. Buscaron, de inmediato, las maneras de condenar, de espulgar el posible fracaso, de negar validez a las propuestas, alertar sobre tragedias venideras, señalar las divisiones ocasionadas, vaticinar el autoritarismo en ciernes o prevenir sobre el avasallante y dañino liderazgo del todopoderoso.

La dotación de legitimidad que el votante dispuso para la venidera administración se vio, por parte del grupo asentado en el poder, como una alternativa peligrosa, preocupante en una multitud de sentidos diversos. Se empezó a diseñar y pasar, con prontitud, al imperativo de su prudente sujeción o, al menos, para imponer moderada actitud. Para lo cual se introdujeron conceptos como evitar la polarización en marcha, retomar la concordia perdida o alejarse de extremos perversos y no desafiar a los mercados. Lo peor –se empezó a predicar como daño terminal– sería anegar la confianza (imagen) del exterior, empujar a la baja la calificación de las temidas agencias respectivas y ahuyentar inversionistas. Y en ese tenor se ha seguido elucubrando casi como un deporte de temporada. ¡Paren al contradictorio, al disruptivo mesiánico voluntarista que acecha unos cuantos meses más en el futuro! Se echará a perder todo lo mucho ganado. La marcha triunfante del país, basada en las reformas estructurales, se adentra en una zona de turbulencias que a nada bueno conducen, todavía resuena como viejo mantra. Las redes sociales se inundan con memes y consejas de distinta laya: intensamente racistas la mayoría.

Consultar a los mexicanos jodidos se trastoca en anatema para la gente de razón. Tirar a la basura 100 mil millones ya invertidos en el Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) sólo lo hacen los que desprecian las realidades económicas. Calcular los masivos costos futuros de la megaobra en marcha es una precaución que no aparece en el horizonte racional de los proponentes del NAIM. Santa Lucía es una tontería de obcecados, un proyecto sin sostenes, un subterfugio para convenencieros. La consulta es una tomadura de pelo y una farsa, se concluye.

No continuar, a pesar del monumental error de construir sobre un mar de lodo, se convierte en estupidez. El negocio a costa de los contribuyentes cuenta poco o nada y debe proseguir. Sigamos con un proyecto grandioso y manirroto, al fin que se paga con los impuestos al viajero sin importar la cuantía o los años para cobrarlo. En fin, que se haga el balance de hechos y que siga el alegato y la denostación sin recapacitar en quién ganó y perdió la contienda electoral y de qué lado está la mayoría ante el fracaso del injusto modelo concentrador.