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Vox Libris
Siete cuentos morales
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Periódico La Jornada
Domingo 30 de septiembre de 2018, p. a16

El Nobel de Literatura J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) propone ‘‘repensar cómo interpretamos las consecuencias de las decisiones cotidianas’’ y termina ‘‘por reubicarnos frente a nuestra propia realidad’’. Con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de Siete cuentos morales, de Coetzee.

No siente culpa. Eso es lo que la sorprende. Ninguna culpa.

Una vez por semana, a veces dos, va a la ciudad, al departamento de ese hombre, se desviste, le hace el amor, vuelve a vestirse, sale del departamento y conduce hasta la escuela para recoger a su hija y a la hija de una vecina. Ahí en el auto, camino a casa, escucha lo que le cuentan de la escuela. Después, mientras las dos nenas comen galletitas y miran televisión, se da una ducha, se lava el pelo, se refresca, se renueva. Sin culpa. Tarareando bajito.

¿Qué clase de mujer soy?, se pregunta alzando la cara para recibir la lluvia de agua caliente, sintiendo el suave golpeteo de las gotitas sobre los párpados, sobre los labios. ¿Qué clase de mujer seré, que todo esto se me hace tan fácil, la falta de lealtad, la infidelidad?

Infidelidad: esa fue la palabra que se dijo en el instante en que el hombre se deslizó adentro de ella por primera vez. Todo lo anterior se podía disculpar, se podía borrar hablando: los besos, el desvestirse, las caricias, los toqueteos íntimos. A todo eso se le podía dar otro nombre; se podía decir que era juguetear, por ejemplo, juguetear con la infidelidad, incluso con la idea de infidelidad. Algo así como mojarse los labios con una bebida pero sin tragarla. No era la cosa concreta. Pero cuando él se deslizó adentro, lo que fue fácil y placentero, hubo algo irreversible, la cosa real. Estaba sucediendo; ya había sucedido.

Ahora traga la bebida todas las veces. No puede esperar para engullirlo a él en su cuerpo. ¿Qué clase de mujer soy? Y la respuesta parece ser: soy una mujer espontánea. Sé (¡por fin!) lo que quiero. Consigo lo que deseo y me siento satisfecha. Lo deseo sin cesar, pero cuando lo tengo, me siento satisfecha. Por lo tanto, no soy insaciable; no, no soy una mujer insaciable.

Espejito, espejito colgado en la pared: dime la verdad.

Él no es del tipo hogareño, pero cuando ella viene, compra sushi y después, si hay tiempo, se sientan en el balcón, miran el tráfico que pasa y comen sushi.

A veces, en lugar de sushi, él compra baklava. No hay una relación evidente entre los días de sushi y los días de baklava. Todos los días, todas las veces, todo es igual de espontáneo, igual de satisfactorio.

Cada tanto, el marido se queda fuera toda la noche por cuestiones de negocios. Ella no aprovecha esa libertad para pasar la noche entera con el hombre. Tiene una idea clara sobre los límites de lo que hay entre ellos, sobre los límites que ella quiere ponerle. Específicamente, no quiere que lo que hay entre ellos contamine su hogar, que incluye el matrimonio.

Lo que hay entre ellos todavía no tiene un nombre. Cuando se termine, lo tendrá: un affaire. Una vez tuve un affaire con un hombre que no conocía, le confesará a alguna amiga mientras toman un café. No se lo dije a nadie, tú eres la primera, prométeme que no lo vas a contar. Fue un affaire que duró tres meses, o seis, o tres años. Cosa del pasado. Algo sorprendente por lo simple, por lo agradable, tan agradable que nunca intenté repetirlo. Por eso puedo contártelo, porque es parte del pasado, parte de lo que yo solía ser, de lo que me ayudó a ser la que soy, pero no parte de mí. Era infiel, pero todo eso se terminó. Soy fiel de nuevo. Ahora soy íntegra.

El marido viaja por negocios y ella lo llama a medianoche.

–¿Dónde estás? –le pregunta. Y él contesta que está en la habitación de un hotel.

–¿Solo?

–Por supuesto –dice él.

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▲ J.M. Coetzee.Foto cortesía de Random House

–Quiero pruebas. Quiero que me digas ‘‘te amo”–. Él dice ‘‘Te amo”.

–Más fuerte –dice ella–. Para que lo oigan todos.

Y él le dice que la ama, que la adora, que es la única mujer de su vida. También le dice por segunda vez que está solo y le pregunta si está celosa.

–Por supuesto que estoy celosa. Si no, ¿por qué no puedo dormir pensando que estás en un hotel con una mujer desconocida? ¿Por qué llamarte si no?

Es todo mentira. No está celosa. ¿Por qué habría de estarlo? Se siente satisfecha y una mujer satisfecha no puede estar celosa. Parece ser una ley.

Lo llama al hotel a mitad de la noche para que él sepa que en ese momento ella no está con otro hombre en su casa, en el lecho matrimonial. El marido no tiene sospecha alguna; no es un hombre desconfiado, pero ella lo llama por teléfono y finge estar celosa. Un proceder artero, perverso incluso.

El hombre que ella va a ver, el hombre que la agasaja en su casa, en su cama, tiene un nombre. Frente a él, ella lo llama por su nombre, Robert, pero a solas lo llama X. No porque sea un enigma o una incógnita, sino porque X es el signo que usamos para tachar un nombre, sea Robert o Richard. Uno traza una X encima y el nombre desaparece.

No lo odia ni lo ama, pero ama el modo en que él la mira y lo que le hace a causa de cómo la mira. Cuando está desnuda en la cama de él, en su departamento, él la mira con tanta alegría en los ojos, tanto placer, tanto deseo que…

Si X fuera pintor, lo convencería de que la pintara desnuda, en esa misma cama. Se pondría una máscara veneciana. ‘‘Desnudo con máscara”, sería el título del cuadro. Esa ella le haría pintar todo de tal manera que cualquiera podría ver cuál es el aspecto de un cuerpo de mujer cuando alguien lo desea.

Si X fuera realmente pintor, encontraría la manera de decir en el cuadro: Miren este cuerpo tan deseado. Y si yo decidiera quitarme la máscara: Miren a una mujer que es tan deseada. ‘‘Tan”: ¿qué significa tan?

Desde luego, él no es pintor. Tiene un trabajo que le permite tomarse algunas tardes, una vez por semana; a veces, dos. Ella conoce el trabajo; él se lo ha contado, pero no es algo importante y ella opta por olvidarlo.

Él le hace preguntas sobre el marido, sobre la relación entre ellos dos.

–¿Te parece que te estoy usando para vengarme de él? –le dice ella–. No podrías estar más equivocado. Soy totalmente feliz en mi matrimonio.

No hay nada que ande mal en su matrimonio. Según se defina la palabra ‘‘casada”, lleva siete o diez años de casada, y no tiene ninguna razón para pensar que no estará casada eternamente, al menos hasta que se muera. Nunca antes ha estado tan atenta con el marido, tan receptiva, tan afectuosa. Hacen el amor tan bien como siempre, incluso mejor.

¿Acaso hace el amor con el marido tan bien como siempre, tal vez mejor, porque una vez por semana, a veces dos, se encuentra con un hombre extraño, X, que despierta su deseo y lo satisface? Ese hombre le ha dado a leer una historia de Robert Musil, que habla de una mujer que tiene un affaire con un extraño y luego vuelve a su marido y lo ama más que nunca. Le ha dado esa historia como si le fuera a proporcionar una especie de iluminación, pero no podría estar más equivocado. Ella no es como la mujer del cuento, Celeste o Clarice. La Clarice del cuento es perversa; ella no. Es más, la Clarice del cuento intenta recuperar la perversidad del pantano moral en el que ha caído, recuperar la perversidad y redimirla, pero no hay nada perverso en lo que ella hace esas tardes en que va a la ciudad. No hay nada perverso porque todo eso no tiene nada que ver con su matrimonio. Lo que ella hace esas tardes es algo hecho en el tiempo libre, en un tiempo en que, durante una hora o dos, ella deja de ser una mujer casada y es simplemente ella misma (...)