Cultura
Ver día anteriorDomingo 19 de agosto de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Vox Libris
El puente
Periódico La Jornada
Domingo 19 de agosto de 2018, p. a16

El periodista y escritor estadunidense Gay Talese forja ‘‘una crónica brillante’’ de un logro humano, pues relata cómo fue erigido el puente que une Brooklyn y Staten Island, concluido en 1964 y que más de medio siglo después sigue considerándose un prodigio de la ingeniería. En El puente, el autor recoge las historias humanas alrededor de esa construcción. Con autorización de Alfaguara, sello de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra que ya circula en librerías

A los trabajadores del hierro

Un gran puente es una construcción poética dotada de una belleza y una utilidad perdurables. A principios de los años 60 del siglo pasado, mientras la autovía en forma de arcoíris del puente Verrazano-Narrows se estaba ampliando en 4 kilómetros a lo largo del puerto de Nueva York, conectando así los barrios de Brooklyn y Staten Island, con frecuencia me colocaba un casco de seguridad y seguía los pasos de los trabajadores por las pasarelas, observando durante horas cómo subían y bajaban por los cables de acero al modo de arañas, o cómo apretaban tornillos con sus llaves inglesas, sentados a horcajadas sobre las vigas. En ocasiones empujaban con sus manos enguantadas un torno que se había encallado, o golpeaban con el hombro un armazón de varias toneladas que colgaba de una grúa, o movían los tobillos, enfundados en sus botas, según acercaban el cuerpo a la tarea que los ocupaba, en busca de un lugar seguro donde apoyar los pies en medio de los vientos cambiantes y muchos metros por encima del mar.

Desde las dos torres del puente, cada una de 70 pisos de altura, uno puede contemplar el panorama que le brinda la ciudad: el Empire State, el edificio Chrysler, el venerable puente de Brooklyn, completado en 1883, los pináculos de Wall Street y, elevándose desde el caos del 11 de septiembre de 2001, la Torre 1 del nuevo World Trade Center, de 104 pisos y coronada por una aguja.

Cuando me instalé en Nueva York a mediados de la década de 1950, acostumbraba a formularme preguntas del tipo: ¿a quiénes pertenecerán las huellas impresas sobre los tornillos y vigas de esas edificaciones tan vertiginosas en una ciudad tan inmensa? ¿Quiénes serán esas personas que caminan sobre el alambre provistas de botas y cascos de seguridad, que se ganan el pan jugándose la vida en lugares donde una caída suele ser fatal y donde los familiares y compañeros de los fallecidos consideran sepulcros los puentes y los rascacielos? Aunque solemos conocer la identidad de los arquitectos o ingenieros que están detrás de una edificación importante, los nombres de los trabajadores rara vez se mencionan en las crónicas o los archivos documentales referidos a puntos tan emblemáticos.

Era bien consciente de todo esto cuando tomé la decisión de escribir un libro sobre la construcción del puente Verrazano-Narrows, que arrancó el 14 de agosto de 1959 con la ceremonia de colocación de la primera piedra en el puerto.

El puente se abrió a la circulación unos cinco años después, el 21 de noviembre de 1964, con una caravana de vehículos encabezada por las 52 limusinas negras que transportaban a los políticos y grandes ejecutivos, la mayor parte de los cuales habían atendido previamente al corte de la cinta. En la actualidad, más de 160 mil vehículos cruzan cada día la luz del puente, lo que genera unos beneficios diarios de 950 mil dólares.

A las puertas de que la Autoridad Metropolitana del Transporte celebre el medio siglo de su inauguración, esta nueva edición de El puente, publicado por primera vez en 1964, viene a conmemorar aquel hito. Igual que su predecesora, esta edición no pretende ser tanto una celebración del puente en sí como de los hombres que lo levantaron. Los mismos hombres que, dicho sea de paso, no fueron invitados a la ceremonia de inauguración organizada hace 50 años.

Durante todo este tiempo he mantenido el contacto con muchos de ellos y este libro es una invitación a conocer a los que no fueron invitados.

Gay Talese, 2014

Foto
Foto
▲ Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932), en imagen incluida en el libro.Foto © Joyce Tenneson

1. Los boomers

Llegan a la ciudad en coches enormes, viven en habitaciones amuebladas, beben whisky acompañado de chupitos de cerveza y persiguen a mujeres que no tardarán en olvidar. Se quedan poco tiempo, no más del que necesitan para construir el puente; luego se marchan a otra ciudad, a otro puente, anclándolo todo menos sus vidas.

No poseen ninguno de los cimientos de sus puentes. Parte artistas circenses, parte gitanos, gráciles en el aire, inquietos en el suelo; uno diría que las carreteras que se despliegan a sus pies son incapaces de señalarles el camino como sí lo hacen las vigas de 20 centímetros que perforan el cielo, a 180 metros por encima del nivel del mar.

Si no hay un puente que construir, construirán un rascacielos, o una autopista, o una central eléctrica, o cualquier otra cosa que les suponga un reto... y horas extra. Irán a donde sea, conducirán mil kilómetros sin descanso con tal de formar parte de un nuevo boom de la construcción. No pueden resistirse a las ciudades en pleno boom. Por esto se les llama boomers.

En apariencia los boomers son siempre grandotes, o por lo menos siempre son fuertes, y su piel es rojiza de tanto sol y de tanto viento. Algunos de los que calientan remaches tienen la tez chamuscada; algunos de los que transportan remaches son duros de oído; algunos de los que introducen los remaches en pequeños conos metálicos lucen ampollas y quemaduras allá donde se les escurrieron; algunos soldadores ven fogonazos en sus sueños. Los que ensamblan el acero tienen cicatrices profundas a lo largo y ancho de las pantorrillas de trepar por las columnas. Muchos boomers tienen las manos deformes o dedos de menos al habérselos seccionado un trozo de acero resbaladizo. La mayoría han sufrido caídas y se han roto brazos o piernas al menos una o dos veces. Todos han presenciado muertes.

Hablamos de hombres bravucones, hombres sobrados de orgullo, quienes por las noches fanfarronean y construyen puentes en los bares, y a quienes en ocasiones, al darse la vuelta para marcharse, les llega la voz del barman gritándoles: ‘‘Eh, chicos, ¿qué tal si os lleváis con vosotros el acero?’’

Las mujeres descarriadas se sienten atraídas por ellos, les gustan porque tienen dinero y a sus esposas bien lejos. Les llegaron a gustar tanto como para abrir un burdel flotante bajo un puente cercano a San Luis, y como para usar cascos de seguridad dados la vuelta a modo de macetas en el barrio rojo de Paducah.

Los fines de semana algunos boomers conducen cientos de kilómetros para visitar a sus familias, mostrándose tiernos e indulgentes, y poniendo el grito en el cielo cuando se les sugiere que causan problemas en el trabajo; algo que sí admitirán en voz baja, a medias orgullosos y a medias avergonzados, temerosos de que sus esposas los oigan y de que cualquier indicio de estabilidad marital acabe hecho añicos.

Como la mayoría de los hombres, el boomer lo quiere todo. De tanto en cuanto su familia seguirá sus pasos, viviendo en hoteles pequeños o en parques de caravanas, pero esa no es vida para la esposa y los hijos.

El hijo de un boomer puede llegar a vivir en 40 estados y a estudiar en una docena de institutos antes de graduarse, si es que lo consigue. Y, aunque su padre jure que no quiere a un boomer por hijo, por lo general es lo que logra. Es posible que lo consiga porque lo cierto es que sí que lo deseaba, lo que explicaría que dedique los fines de semana a alardear, creando un mundo maravilloso a base de palabras forjadas con whisky, un mundo al que ningún hijo podría renunciar, ya que parece contenerlo todo: aventuras, cochazos, dinero a espuertas, visitas al casino en los días de lluvia –cuando el puente está demasiado resbaladizo–, recorrer el país de boom en boom acompañado de indios con más sentido del equilibrio que las arañas, o de tipos de Terranova tan traicioneros (...)

[email protected]