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El estante de lo insólito

Norman Mailer, un lujo callejero

Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad (incluso en el caso de que esta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque sólo sea durante un breve periodo.

Norman Mailer. Los tipos duros no bailan

E

n Octubre de 1974, un puñado de periodistas estadunidenses, corresponsales extranjeros, gente del espectáculo, escritores en busca del gran relato, boxeadores al acecho, apostadores, caza fortunas, y toda una lista inmensa de rémoras en todos los idiomas tratando de salir en la foto, respiraron el aire de asfixia térmica en Zaire con un calor lejos del glamuroso aire acondicionado que envolvía los lujos del ring side en las peleas de boxeo celebradas en Los Ángeles o Chicago, antes de que Las Vegas se convirtiera en el paraíso del intercambio de golpes cinco estrellas. Muhammad Alí se las vio contra George Foreman, cuando los expertos no daban oportunidad al ex campeón del mundo contra la máquina de demolición de bronce en que se había convertido el campeón reinante George. De eso nació un libro que sirve como cátedra para aprender y ejercer la crónica periodística, y también para entender que la creación literaria puede ser de otra especie: El combate (The Fight, con diferentes casas editoriales según año y traducción, pero editado originalmente en 1975). El periodista testigo se llama Norman Mailer, y durante todo el libro hablará de sí mismo en tercera persona (Norman píensa que, Norman asiste…). El narrador cuenta lo que pensó el que estuvo ahí (es decir él) sobre los hechos; como los hombres sin rostro encontrándose en la misma escalera interminable de Escher, como si fueran a chocar contra sí mismos en los laberínticos diseños de perspectivas misteriosas.

En campos de batalla

Para un hombre que había estado en la Segunda Guerra Mundial, no había termómetro infernal, hospedajes tortuosos o regimiento de moscos que lo frenaran para charlar con el campeón. Alí corre junto al bueno de Norman, le obsequia algunas frases que no se contienen en la monotonía de los boletines oficiales y la voz del autor es un presente poco común en la tradición de la crónica deportiva. Pero la pelea y Zaire son más grandes cuando Mailer mete a Conrad, mide las acciones tenebrosas del dictador reinante, expone la masacre de los civiles mientras la prensa internacional engulle los bocadillos del único espacio climatizado y con agua corriente del lugar. Piensa por otros hasta llegar al combate en que Alí se entroniza de nuevo, pero con elegancia: Resulta muy difícil extraer del boxeo el más mínimo sentido de la estética. Para un artista como Alí, sería imperdonable estropear la perfección de aquella pelea perdiendo una monótona media hora hasta llegar a una triste y unánime decisión.

Este callejero profesional se decía capaz de digerir las reseñas críticas, siempre y cuando estuvieran bien escritas, aunque se sabe que no digería tan fácil las de Tom Wolfe, quien entre otras cosas pulverizó su libro El Evangelio según el hijo (1997), donde Mailer tuvo el atrevimiento de narrar desde la primera persona de Jesús de Nazareth. Decía que mucho de lo sagrado fue interpretado por otros. ¿Por qué no interpretar entonces desde la visión del protagonista?

Escribir mañana

Sus memorias de los campos de batalla se tradujeron en el impecable Los desnudos y los muertos (1948), donde el escritor enseñó que la historia conocida puede tener otra forma de ser por lo que veía caer compañeros en pedazos. Su posición contra la guerra, siendo un ex combatiente, influiría en el análisis crítico de las intervenciones bélicas de su país en muchos momentos, incluida la crisis contra Al Qaeda durante el mandato de George W. Bush, a quien le dio con todo.

En el ensayo Resistencia, Mailer habla de las propias exigencias del escritor. Las que se dan consigo mismo, no ante un editor ansioso por recibir el borrador y que se le dé cumplimiento a un contrato. Es una tarea normalmente agria y sin resplandores. Escribe Norman que uno debe decirse: Voy a escribir mañana, tienes que declarar, y, en realidad, presentarte ante tu escritorio aun y cuando no haya nada en ti, y quedarte sentado allí durante horas, sea cual fuere el número de hojas que dijiste que ibas a dedicar. Luego, si nada ocurre, sigues presentándote al día siguiente y el siguiente y el siguiente, hasta que la presencia recalcitrante, el inconsciente, llega a decidir que al fin se puede confiar en ti”.

Es una auténtica declaración de identidad, más que de estilo conductual para forzarse a ser productivo, o como cara contraria a la aparición de musa alguna, es afirmarse en la vocación sin asistencia de cualquier criatura vestal que mantenga encendido el fuego del altar. Es probable que el profesionalismo se reduzca a ser capaz de trabajar en un mal día, es su más honesta conclusión.

Foto
Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

Estar donde las cosas ocurren

Hacer periodismo de grandes eventos, fue para Mailer siempre una extensión de su literatura, otra forma de encontrar la narración donde los personajes y los hechos están ahí, pero, contrario a la interpetación elemental, hay que inventar mucho más y, más importante, establecer una postura. Así lo demostró en un clásico que le otorgó los prestigiosos galardones Pulitzer y National Book Award: Los ejércitos de la noche. Se trata de una novelada crónica de las jornadas históricas en que se protestó contra la Guerra de Vietnam, una acción conocida como La Marcha sobre el Pentágono. De nuevo se presenta en tercera persona, esta vez como Mailer. Habla de una humildad adquirida escuchando el dolor de los que perdieron a los suyos en la selva vietnamita; la testarudez inteligente de los universitarios que hablan con la claridad de sus principios cristalinos y la falta de solvencia de sus pocos años. Es solidario, pero tiene perspectiva más allá de los cánticos y los puños solidarios. Mailer entiende que la protesta es un choque ideológico contra caballos muy altos. Ir a la auténtica revuelta es improbable para ese testigo.

“Durante años se había imaginado a sí mismo en algún tipo de cataclismo final, como un líder underground urbano, o un guerrillero con un fusil en las montañas, y había despreciado los aspectos organizativos de la revolución, los discursos, las máquinas multicopistas, la dura insulsa forja de nuevos partidos y programas, las monótonas maniobras para conservar el poder, la intolerable obediencia por encima de las necesidades intelectuales globales de cada momento objetivo; lo habría despreciado, sí, y aborrecido, y quizá estaba en lo cierto, tales revoluciones eran el seno y la cuna del país de la tecnología… No, la única verdad revolucionaria era el fusil en las montañas, pero eso ya no era para él, sería demasiado viejo para entonces, y demasiado incompetente…”.

Después Mailer hizo la maravilla denominada La canción del verdugo, una corrosiva mirada al caso de Gary Gilmore, primer hombre ejecutado bajo un marco legal en el sistema de justicia de Estados Unidos. Recapitulando los hechos reales, Mailer creó la novela considerada fundadora del Nuevo Periodismo. El asesino está comprometido con el absurdo de una mentalidad que lo vuelve delincuente desde joven, y que distorsiona y descompone ideas y acciones en favor de lo que supone no es malo del todo. Tendrá redención en lo que viene, pues se afirma en la idea de la rencarnación. Mailer en la mente del desquilibrado, balanceándose en los resortes de su locura. Con una permanente insistencia en la comprensión de lo interno, los impulsos métricos de la psiquis reventada frente al teatro, el cine, el espectáculo burdo, la televisión apabullante, la política, las grandes concentraciones, las voces universales, las drogas y la sexualidad, Mailer entendía que bajo tantos tejidos algo quedaba. Como el siguiente tabaco del que habla en Los tipos duros no bailan: Únicamente quedaba el hábito, pero éste es siempre una firma estampada bajo la última línea de tu alma.

Mailer comprendía perfecto que para todo hay una pelea. Sus intercambios epistolares también fueron muy rudos y en la intimidad fuera de los titulares también vivió lo suyo, con seis matrimonios y nueve hijos. Se puso los guantes contra demasiados, tomaba distancia de las idolotrías que consideraba nocivas. No creía en la relajación del éxito (acusado de ególatra, afirmaba que el ego era lo peor y despreciaba la perspectiva social que sólo consideraba el dinero) y persistió en encontrar estilo, fuerza y tema cada día, aun cuando el hombre que había recorrido todos los pasillos, los campos y las grandes plazas ya tuviera que posarse en bastones para charlar en sus últimos días.

En el ensayo Lo oculto, Mailer escribió: A veces creo que el novelista le da forma a un tótem tanto como a una estética y que su meta es real, no conocida ni siquiera por él mismo, es crear una desviación en los campos del horror, un santuario en algunos de los ruedos de la magia. Reflexionando sobre el ejercicio de la escritura, las ideologías, los grandes autores, su inspiración en Picasso, sus biografías celebradas (especialmente la que hizo sobre Lee Harvey Oswald), aseverando que el proyecto que se abandona nunca regresa al escritor, Mailer dejó una compilación ideológica y crítica inestimable en Un arte espectral. Un resumen analítico por temas, épocas y personajes. Casi un testamento mental. En sus libros desarrolló cosas que permanecerán como lecturas referenciales y obligadas, si bien su impulso creativo se basaba en concebir las posibilidades de lo ajeno para que los personajes y las historias tuvieran el poderío de la credibilidad (Tienes que ser capaz de crear gente más grande que tú mismo), pero la sapiencia cuesta sangre y años. Con esa convicción afirmó: Lo ideal, y cuando te pones viejo tratas de acercarte a lo ideal, es escribir sólo lo que te interesa.