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Aciertos, pifias y futuro

Del enamoramiento a los porqués de la Sbornaya

Tras la eliminación comenzaron las preguntas para saber si podrá mantener el idilio con los fanáticos

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▲ Los expertos en deportes rusos no se explican el fichaje de Aleksandr Golovin (izquierda) con el club inglés Chelsea.Foto Afp
Corresponsal
Periódico La Jornada
Miércoles 11 de julio de 2018, p. 5

Moscú

Cuando usted abra el periódico en esta página, ya sabremos el nombre del primer finalista –¿Francia o Bélgica?, ¿Bélgica o Francia?– y cuando termine de leer este texto apenas comenzará la segunda semifinal, Inglaterra contra Croacia, o viceversa.

Mejor, dejemos reposar el tema cual tinto en barrica de roble mientras llega el domingo, todo un banquete futbolístico, imaginándonos, como recomienda el Chicharito, que –en lugar de disfrutar el mole y el tequila de siempre– pudiéramos saborear una sopa de cebolla y un magret de canard au four au miel (una pechuga de pato al horno dorada con miel, como diríamos los que no hablamos francés), con un caldo de la comarca de Pomerol, digamos un legendario Château Pétrus cosecha 1945 (habría que sacarse antes la lotería) o, si se prefiere la gastronomía belga, un cubo de mejillones al vapor y un pla-to de carbonnades flamandes con una respetable dotación de la cerveza que elaboran los 26 monjes trapenses de la abadía de San Sixto en Westvleteren, por lo menos.

Y para cerrar este miércoles la gran comilona en sueños con salsa verde de chícharo, empezar con una ración moderada de fish and chips, la única botana que sirve para acompañar una botella de El Hakushu 25 años, la joya japonesa de malta que este año mereció, para mayor humillación de Escocia, el reconocimiento como mejor whisky del mundo, antes de devorar un manjar croata como es el brodet dálmata con un barrilito de rakija, que como se obtiene por la destilación de frutas fermentadas también puede servir de postre.

Fin del sueño

Llegó la hora de despertar, y nada mejor que unos pinches pero sabrosos chilaquiles. Aquí en Rusia también terminó el sueño de la Sbornaya. Y ahora los rusos que saben de patadas (al balón y al entrenador y seleccionados que les caen mal) se hacen una triple pregunta: ¿por qué?, ¿qué pasó? y ¿qué puede pasar?

Vamos por partes o acabaremos preguntándonos, ¿qué carajo puso en el párrafo anterior quien esto escribe? Pues muy simple. Lo primero: cualquier aficionado ruso no puede entender por qué, entre los 144 millones de rusos, no ha nacido un nuevo Liev Yashin, catalogado como el mejor guardameta de todos los tiempos (y como ya se apuntó en anterior crónica, título disputado únicamente por Ricardo Zamora, aunque sólo de oídas a partir del relato de quienes tuvieron la suerte de verlo bajo los palos y de las narraciones radiofónicas de los años 20 y 30 del siglo pasado). Seguro que hubiera parado el penal de Ivan Rakitic, que resultó el definitivo.

Tampoco comprenden por qué Denis Cheryshev, que es un centímetro más alto de lo que era Valentin Ivanov, fallecido hace siete años, no sobrepasa la rodilla derecha del delantero del Torpedo de Moscú que hacía maravillas con el balón en la década de los 50 y 60 del siglo pasado, aunque ambos anotaron cuatro goles en un Mundial, y además el soviético, en Chile 1962, se proclamó máximo anotador junto con Garrincha, Vavá y otros jugadorazos.

Y menos se explican por qué Aleksandr Golovin, a sus 22 años elevado a categoría de crack codiciado por todos, acaba de fichar por el londinense Chelsea, mientras a Eduard Streltsov, llamado el Pelé blanco, nunca se le permitió jugar en un equipo de otro país y, según se dice, por un capricho de la ministra de Cultura, Yekaterina Furtseva, favorita de Nikita Jruschov, indignada con el astro del balompié soviético por rechazar casarse con su hija Svetlana, se pasó cinco años en el Gulag –que no era precisamente un balneario para delincuentes y prisioneros de conciencia–, acusado de un crimen que muchos están convencidos que no cometió.

En fin, con estos tres ejemplos de ¿por qué? ya podemos situar en su justa dimensión lo que consiguió Rusia en este Mundial y tratar de esclarecer ¿qué pasó? Para un observador imparcial: la Sbornaya sorprendió con dos victorias irrisorias (sobre Arabia Saudita y Egipto), no sorprendió con una derrota merecida (ante Uruguay), sorprendió con una victoria inesperada (en penales, contra España, liquidada antes de comenzar el torneo) y volvió a sorprender con una derrota heroica (otra vez en penales, frente a Croacia).

Demasiadas sorpresas para un respetado experto como Igor Rabiner, quien sienta cátedra sobre el futbol ruso desde Sport-Ekspress, el diario deportivo más popular en este país, y se siente orgulloso por lo que hizo la Sbornaya, pero admite que el nivel de Rusia era despedirse de su afición con dignidad al cruzarse en cuartos con España. Ello en caso de que La Roja –agrega este hispanoparlante– no estuviera en fase terminal por la puñalada en la espalda que le dio el mandamás del Real Madrid, Florentino Pérez, al obligar al director técnico, Julen Lopetegui, a anunciar en la víspera mundialista que prefería entrenar a los eternos rivales del Barça, partiendo en dos a su equipo vestidor adentro.

El partido contra Croacia –que se recibió como caído del cielo por el 75 por ciento de los periodistas deportivos rusos que, en una encuesta previa al Mundial, coincidieron en que Rusia ni siquiera saldría de la fase de grupos– se perdió como era previsible, y esa dolorosa derrota ya no fue sorpresa.

Circulan varias versiones sobre la pifia monumental que cometió el entrenador Stanislav Cherchesov –quien ahora se lava las manos dándose un baño de multitudes y asegura que todo el país se enamoró de su Sbornaya, basándose en los 25 mil jóvenes que la aclamaron el domingo, cerveza en mano, en el fan-fest de Moscú– al decidir cambiar a Denis Cheryshev y Artiom Dziuba cuando mejor estaban jugando.

Sentencia de un fracaso

Al margen de cuál haya podido ser la suicida intención de Cherchesov, sentenció el fracaso al meter a Fidor Smolov, catalogado antes del Mundial como la máxima estrella rusa y quien esperaba elevar su caché durante este torneo para continuar su carrera en un club de Inglaterra, España o Alemania.

Smolov, ciertamente, pudo haber incrementado en varios millones de euros su valor de mercado de haber marcado el gol de la victoria, en lugar de tirarse en el área croata como vulgar Neymar de las Estepas; de no haber tapado como un bulto al portero Igor Akinfeyev y de haber intentado cortar el balón cabeceado por Domagoj Vida en el segundo gol de Croacia; y de no haber hecho el ridículo al lanzar el crucial primer penal al estilo Panenka, fatuidad que sólo los más grandes convierten en ocurrencia genial.

En fin, otra vez. Y ahora ya podemos buscar respuestas a la tercera pregunta. Hay dos posibilidades, opinan los rusos. La primera es que no va a pasar nada, al menos nada diferente a la pedestre forma en que los dirigentes de la Unión de Futbol –símil de la infame sucursal de Televisa que se hace llamar Federación Mexicana de Futbol– manejan aquí este deporte como negocio particular, exprimiendo los recursos de las corporaciones del sector público, cobrando comisiones por la venta de jugadores, arreglando partidos cuando hace falta y demás rasgos del modus vivendi de los mafiosos de pantalón corto y camiseta con corbata, descritos, por ejemplo, en las 316 páginas del más reciente libro del periodista Aleksei Matveyev, Futbol a la rusa: los rostros de la corrupción, editado hace dos años sin que la justicia local se haya dado por enterada.

La otra posibilidad es que, a pesar de los parásitos que esquilman el futbol ruso, la Sbornaya vuelva a hacer felices a los aficionados como en la época soviética, sin las generosas ayudas que tiene todo anfitrión. Para ello sólo hace falta que los jerarcas de todas las religiones que se practican en Rusia –los líderes espirituales de los cristianos ortodoxos, musulmanes, judíos, católicos, protestantes, budistas y hasta de los adeptos de sectas no vistas con buenos ojos por las autoridades– imploren al mismo tiempo a sus dioses para que obren el milagro. Ojalá.