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Los puntos sobre las íes

Recuerdos // Empresarios (LXXXII)

N

i un céntimo tenían…

Pero sabían responder…

Sigamos con Conchita…

“-Yo nunca te dije que no a nada –le respondió su esposa a Ruy da Cámara–, y con ello no quiero decir que no tuviera temperamento. ¡Vaya que sí lo tenía! Hay una contestación suya que bien lo demuestra:

“–¡Beata! –exclamó con desprecio un conductor de tranvía durante la Revolución, al ver que la cartera de Asunción llevaba un rosario.

“-¿Yo? –contestó tranquilamente Asunción–. En seguida que le miré comprendí que usted tenía cara de idiota, pero no se lo dije.

“Ruy se sentó en un sillón para dar su parecer sobre el solitario.

“–De nuevo, muy nuevo, no hay nada –dijo–. Chucho pasará por aquí después del almuerzo para presentarme a su amigo Vallejo y luego iremos a visitar algunos periódicos con la chica. ¿Te parece bien?

“–Sí –dijo Asunción– y después de una pausa prosiguió: ‘¡Qué pena no poder ir a comprarle un sombrero primero! Sabes que no me gusta ver gente con el cabello al aire, pero quizás uno de los míos le sirva, el rojo. Vamos a probarlo, dijo guardando las cartas’.

“Parece que no me quedaba mal y con aquel sombrero rojo hice mis primeras visitas a la prensa.

“–¿Ustedes saben qué hora es? –dijo Asunción, espantada–. Aprovechemos el almuerzo, que es de lo poco que podemos gozar sin dinero.

“–Mientras sea firmar… –asintió Ruy, riéndose.

“Rafael Vallejo entró con Chucho en el comedor del hotel. Rafael fue mi apoderado durante los años que estuvimos en México, ya que Ruy, siendo turista no podía firmar documentos. Tenía aspecto agradable. Era rubio y algo calvo y tenía una sonrisa atrayente.

“No se puede hablar de Rafael Vallejo sin mencionar, aunque ligeramente, una particularidad de su personalidad: ¡era el hombre más distraído del mundo! A veces entraba en nuestro apartamento, y sin fijarse para quién era el correo, se lo metía en el bolsillo, atravesaba la sala, comía algunos chocolates de los que Asunción colocaba siempre sobre una mesa a propósito y después se acomodaba en el sofá y empezaba a leer. A nuestro grito de ‘¡Hola , Vallejito!’, caía de las nubes.

“Después de las presentaciones, Chucho, Vallejo, Ruy yo hicimos la ronda de los periódicos (yo, con mi sombrero rojo).

“Bitar e Icaza, los dueños y directores del conocido semanario taurino El Redondel, estaban en sus pequeños escritorios de la avenida Juárez. Retratos de toreros y artistas adornaban los dos modestos pero acogedores despachos donde trabajaban. Nos recibieron con las mayores amabilidades y al rato estaban haciéndome la mar de preguntas. Al enterarse de mi nacionalidad, ambos se mostraron sorprendidos y quisieron saber cómo había resultado torera siendo estadunidense. Expliqué que era un ‘equívoco’, pues me sentía peruanísima y que al cumplir 21 años me haría peruana oficialmente. Entonces los señores Icaza y Bitar, dándonos una prueba de gran amistad, nos aconsejaron que ocultáramos el origen de mi pasaporte, explicando que en México difícilmente tomarían en serio a una mujer torera y siendo, para colmo, estadunidense, sería peor.

“–Claro –explicaron– el público iría a verla por curiosidad; cómo, digamos, novedad, pero no como torera, que es lo que Conchita pretende.

“En México no volví a hablar inglés mas que en las fronteras para entrar a Estados Unidos. Durante la guerra me convenía ser súbdita de aquel país y, aún, así, al principio, tardaba mucho en pasar, porque al contestar que había nacido en Antofagasta, me detenían para firmar papeles y saber cómo, habiendo nacido en Chile, resultaba estadunidense. Hasta que un día se me ocurrió decir, con mi mejor acento yanqui, que había nacido en Enterfergaster, y el oficial de inmigración, avergonzado quizá por no conocer perfectamente todos los pueblos de su país, me dejó pasar sin más averiguaciones. Desde ese día entré siempre sin ningún trastorno y en mi lugar de la cola iba diciendo: Chicago, Bisbie, Illinois, etc., etcétera.

***

“Una tarde inolvidable, un hombre impresionante atravesó el ancho corredor del hotel Imperial. De figura imponente, a pesar de los años, sus movimientos eran firmes como el acero y flexibles como el mimbre.

“¡Rodolfo Gaona! –exclamó Ruy…”

(Continuará)

(AAB)