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¿Dónde estabas en el 68?
E

sa pregunta fue recurrente hasta la obsesión en los años posteriores al movimiento estudiantil y su hito monstruoso del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. En los ámbitos universitarios y de la militancia golpeadísima no hacía falta preguntar, todos tenían la anécdota o la justificación en la punta de la lengua, y no era para menos. No me tocó la balacera porque andaba pedo, lamentaba Roberto Escudero, representante de Filosofía y Letras. El trauma de no haber estado en Tlatelolco no era menor al de haber estado. No caer preso fue un castigo de otro modo para los muchachos de entonces, como los llamaría Elena Poniatowska, una de sus cronistas.

Su La noche de Tlatelolco, junto con Días de Guardar, de Carlos Monsiváis, y Los días y los años, de Luis González de Alba, fijaron la crónica duradera. En el ánimo respiraban los poemas de Leopoldo Ayala, Alejandro Aura, Jaime Reyes, y los más difundidos y prestigiosos de Octavio Paz y José Emilio Pacheco. Quien necesitara ver, tenía el heroico documental El grito, de Leobardo López Arretche.

Al recordar la noche vivida entre 1968 y 1974 30 años después, el poeta Javier Molina, dirigente de Ciencias Políticas durante el movimiento, admitió que hubiera preferido la cárcel: “Entonces estaría con mis amigos y no aquí, solo, oyendo música, fumando mota y la verdad, sin poder hacer nada”.

Afortunadamente, añadió, los compañeros que estaban en Lecumberri no compartían para nada esta idea. Había más firmeza y optimismo entre ellos que entre quienes estábamos libres (Los años perdidos, en Pensar el 68, entrevistas y edición de Hugo Hiriart y Hermann Bellinghausen, Cal y Arena, 1988).

Pasando al terreno de la primera persona, pertenezco a los que no nos tocó el 68 porque estábamos plebes todavía. Heredamos el aliviane sin los traumas, las culpas y los pendientes de los derrotados. No padecimos la visión de los vencidos. La contigüidad generacional nos puso en su estela universitaria y politécnica la década siguiente. En 1968 yo tenía 14 años y cumplí los 15 lejos de los acontecimientos, aparte de presenciar el ominoso rodar de los tanques por mi colonia, vecina de la Defensa y el Campo Militar Número Uno. Mario Santiago Papasquiaro lo expresa muy bien con su poema Yo tenía 14 años/ & los pies desbarrancados pero aún lejos de las lágrimas: “El año 68 fantasmea aún magnavoceando el aire/ los vivos achicharraron a sus vivos/ los muertos desayunaron en filetes/ las sobras de esas flamas/ Altar de Sangre dejó de ser título de película & poema simbolista/ los niños crecieron en abismos/ en traducción simultánea vomitó 1 pezuña más el laberinto”.

Estábamos chicos, pues. A diferencia de otros cuates más precoces de la secundaria, yo no conocía a nadie de prepa o carrera que me llevara a las marchas, mientras en mi conservadora casa sólo se hablaba de que alguien pretendía derrocar al gobierno del trompudo. Las Olimpiadas fueron el juego que todos jugamos. En la hamaca del Poder el macabro desamor se apoltronaba/ Dadá no llegaría jamás a pronunciar la che/ Ni la Quebrada del Yuro alcanzó a cavar su playa/ vivir no fue nuevo & morir todavía menos (Mario Santiago Papasquiaro: Jeta de santo, FCE, 2008).

Nuestra dislocación resultó clave y afortunada. Llegadas las edades de la acción, nos impusimos la cómoda certeza de ser beneficiarios del 68. Sin sufrir ni compartir la visión de los vencidos presenciamos la ulterior victoria histórica del movimiento, el desprestigio de Díaz Ordaz y Echeverría, el estigma indeleble para el PRI. Medio siglo después, el dos de octubre no se olvida. Tampoco su posdata, el 10 de junio de 1971.

Harina de otro costal es reconocer que la generación del 68 y la nuestra terminaron conformes, oyendo al presidente López Portillo proclamar hacia 1980 que íbamos a administrar la abundancia. Para 1988, los baby boomers del salinismo y su cola demográfica terminaron de treparse a la hamaca del Poder.