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Ofensiva triple
E

l priísmo declinante está poniendo todos los recursos del poder, legítimos e ilegítimos, para tratar de impedir el triunfo de Morena en las urnas el próximo primero de julio. Activó primero una reedición desafortunada de la campaña de lodo que Felipe Calderón lanzó en 2006 en contra de López Obrador y que tanto daño causó al tejido social, pues introdujo una fractura que hasta la fecha no ha podido ser superada e intoxicó de odio y miedo a un sector del electorado. Tras constatar que el voto duro priísta se había contraído como consecuencia del desastre peñista y que su supuesta condición de ciudadano no le aportaba gran cosa en sufragios, José Antonio Meade decidió disputarle ese sector a Ricardo Anaya. Eso explica por qué ambos se esfuerzan más en jalar para sus respectivos molinos el voto anti AMLO que en generar respaldos electorales propios.

Pero la campaña sucia –insinuaciones maliciosas, afirmaciones falsas, calumnias, fabricación de ambientes de incertidumbre y zozobra– ha perdido su eficacia, no sólo porque ya ocurrió lo que se auguraba que ocurriría si López Obrador llegaba a la Presidencia, sino también porque el paradigma de comunicación se ha transformado en forma radical entre 2006 (e incluso 2012) y el año presente.

La otra línea de acción es el uso faccioso de la procuración de justicia, un recurso inescrupuloso que el priísmo de Peña y Meade ya había empleado en contra de Anaya y que frenó, o ha frenado hasta ahora, de manera inexplicable, acaso porque pretende no cerrar del todo la puerta a un arreglo de última hora con el aspirante presidencial panredista. Con una coordinación perfecta, en el curso del debate presidencial del 20 de mayo el candidato presidencial del PRI acusó de secuestradora a Nestora Salgado, la ex comandante de la Policía Comunitaria (CRAC) de Guerrero y actual aspirante al Senado por Morena, y unos días más tarde la fiscalía reactivó procesos en su contra que habían sido archivados por manifiestamente improcedentes.

Se trata de una maniobra burda y obvia con varios propósitos: tratar de frenar el avance electoral de Morena, revictimizar a una luchadora social que fue víctima de un atropello flagrante por parte del mismo grupo en el poder que ahora postula a Meade y estrechar los lazos con esa ultraderecha autoritaria, clasista y racista de círculos empresariales que se caracteriza por el populismo penal y por la fabricación de membretes para reclamar la propiedad de la sociedad civil, y que está representada por individuos como Isabel Miranda de Wallace, Alejandro Martí y otros. Al mismo tiempo, los órganos de procuración de justicia dosifican al ritmo del calendario electoral las capturas de reales o supuestos capos del narcotráfico para generar la impresión de que el gobierno está haciendo algo para frenar la violencia desbordada y la inseguridad rampante.

El tercer frente en el que el peñato lucha por heredar la Presidencia a un incondicional es el del fraude. A más de un mes de las elecciones hay ya denuncias concretas de boletas adulteradas, compra de votos, recolección de credenciales de elector y uso indebido de los programas sociales para tratar de repetir el escenario inmundo en el que Alfredo del Mazo fue impuesto como gobernador del estado de México. Todo ello, aderezado por insistentes cuestionamientos de los comentócratas del régimen a la fiabilidad de las encuestas que, en esta ocasión, otorgan a López Obrador un margen de entre 15 y 25 por ciento de ventaja sobre su más cercano competidor, que sigue siendo Anaya.

Nadie le pide a la cúpula del priísmo peñista que se rinda antes del primero de julio, pero un sector mayoritario de la sociedad le exige que juegue limpio, que respete la legalidad electoral y que se comporte con un mínimo de decencia en la contienda. No se trata de sustituir los comicios por las encuestas sino de dar certidumbre y confianza a los primeros y ello demanda civilidad por parte de todos los contendientes, empezando por el máximo dirigente del tricolor, que es Enrique Peña Nieto. Porque sabemos que la casa juega.

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