Opinión
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Resurrección malinalca
E

n el colegio católico al que asistí en la infancia y adolescencia enseñaban lo importante que resultaba la resurrección de Jesucristo. Huellas de esas enseñanzas quedaron grabadas, integradas al paso de la vida adulta. Vida en que asimilé la cultura malinalca. Espíritu azteca que aún subsiste cubierto por la conquista española una con el catolicismo.

Esta Semana Santa malinalca caminaba en busca de algo sin saber qué era. La última luz del crepúsculo que se apagaba en el horizonte, la noche comenzaba a cerrar, cada vez más oscura, hasta volverse negra, mientras, escalaba la montaña que sirve de asiento al templo ceremonial de Malinalco, con su cueva excavada desde adentro, misteriosa y escondida, entre los pedregales, en el fondo de una larga serie de piedronas mayores, hermanas de las del Tepozteco y Xochicalco –el triángulo mágico– amantes en la raíz de la tierra pedregosa y hechicera.

Poco a poco se fueron apagando los ecos del pueblo, las voces de los campesinos que volvían del campo a la catedral, al compás de los huaraches que arrastraban por la tierra, los ladridos de los perros y la campana de la catedral repicadora como pocas y que reinara ese silencio de la noche. La soledad hizo su aparición, en medio del silencio de los duendes malinalcas, lleno de murmullos extraños y leves que lo hacían perceptible a los que creen en los duendecillos...

Lentamente perdí el contacto con lo exterior y muy exaltado, registré que alguien me platicaba como en los sueños. Con eco lejano y confuso, sonidos inarticulados de los llamados duendes malinalcas que celebran la Semana Santa y preparan la semana de resurrección.

Después de tantos años de oír hablar de ellos y no prestarles atención o incluso mofarme de su presencia, parecían hacerse presentes; palabras extrañas, tonos altisonantes, se repetían una y otra vez, pero no correspondían a los del español, y sonaban a frases inconexas que salían de la montaña, desde el suelo y cambiaban de sitio si trataba de hablarles.

Adiviné que se trataba del espíritu malinalco –esencia de los espíritus aztecas–. Las palabras eran mágicas y abrían la mente y dejaban de aprisionarlas, enlazaban cosas opuestas; volaban por el valle de Malinalxóchitl. No importaba ya nada del mundo externo, sólo buscar más adentro, hasta que apareció un duende, que resultó ser no duende, sino una duendecilla, que brillaba en extravagantes evoluciones y se perdió sorpresivamente, en una especie de regreso al reinado de Malinalxóchitl. La reina malinalca, que se quedó en el silencio de la montaña malinalca, metálica e hipnotizadora, fuerza magnética de mujer, erotismo desnudo, que se quedó encerrada y encantada entre los metales, enmascarada de tierna madre, que liberen del dolor que desorganiza.