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Vargas Llosa se acorrala solo
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n fechas recientes, dos sujetos disímbolos pero públicos han injuriado de manera inaceptable a los periodistas asesinados en México por hacer su trabajo. Dos cosas tienen en común Mario Vargas Llosa y Javier Corral Jurado: son de la derecha agazapada que se dice liberal (adjetivo cómodo, vacío y en el fondo inaceptable) y son políticos profesionales. A partir de ahí todo los separa: mientras uno falló en ser electo presidente de Perú en 1990, el otro impuso su candidatura para gobernar Chihuahua y ganó. (Sí, se impuso con chantajes a su partido, que es como funcionan hoy las cosas, el sello de la casa: lo mismo hicieron los candidatos presidenciales Calderón y Anaya.) Pero mientras a Vargas (como lo ninguneaba su populachero rival Alberto Fujimori) le debemos novelas trascendentales para la literatura en general, particularmente en castellano, a Corral apenas le debemos el pobre hallazgo de que a Miroslava Breach la asesinaron por (palabras más, palabras menos) andarle pisando los callos al diablo.

Es frecuente que la notoriedad eche a perder a los escritores, primero como personas y después, aunque no siempre, como autores. Si Vargas Llosa se hubiese dedicado a la literatura solamente, la sociedad no tendría que sentirse ofendida por la constante trivialidad de sus opiniones. Aun en su actual decadencia creativa, se ve mejor en las páginas de sus novelas que en la portada de Hola! como cortesano de los Borbón, o predicando desde la prensa monárquica contra el feminismo porque amenaza a la literatura. (Qué oportuno que se ponga el saco ante la efervescencia de protestas femeninas, la littérature c’est moi, a lo mejor cree que así hubiera reaccionado su ídolo inverso Victor Hugo.) El novelista que salió del barrio de Miraflores para hacer ¡boom! en los años 60 hoy se la pasa opinando muy lejos de su prosa y de la inteligencia arquitectónica de su narrativa.

Otra diferencia entre el gobernador de Chihuahua y el escritor es que la muerte de Miroslava es de la incumbencia directa del primero y de los correligionarios a quienes protege. En cambio para el segundo es sólo un dato. Nuestro impresionante récord le viene bien al novelista que hace muchos años dejó de investigar bien, como señala Julio Roldán, crítico especializado en él (Vargas Llosa, entre el mito y la realidad, Tectum Verlag, 2012). Tal descuido repercute en sus novelas tardías, profesionales como él mismo, fiel a su método, pero dolorosamente lejos de La casa verde y Conversaciones en La Catedral, incluso de sus comedias La tía Julia y el escribidor o Pantaleón y las visitadoras. En la reciente El sueño del celta (2010) reconocemos su olfato para una buena historia, la de Roger Casement –recuperada 15 años antes por WG Sebald en Los anillos de Saturno–, pero ya no es el mismo.

Que haya 100 periodistas asesinados en México es en gran parte por culpa de la libertad de prensa que permite a los periodistas decir cosas que antes no se podían, declaró el otro día. Enseguida menciona al narcotráfico, pero su burrada ya lo delató. ¿Conque es culpa de nuestra demasiada libertad?

¿Qué pasó con aquel sartrecillo valiente que en 1967 declaraba: la hora de la justicia social sonará, como suena actualmente en Cuba, y América Latina toda entera se emancipará del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ultrajan y la reprimen?

Ignacio Ramonet expone con claridad la evolución de Vargas Llosa, de sus años marxistas a la conversión mística al liberalismo, cuando deviene fan de Ronald Reagan, Margaret Thatcher (su heroína, casi una madre), Sarkozy, Berlusconi, Aznar. De gobernar Perú, sus recetas hubieran copiado las del PRI que fingía despreciar. Hoy le gusta Meade. Su expresión la dictadura perfecta en 1990 usurpaba un lugar común. En su boca adquirió relieve por la urticaria salinista de Octavio Paz. Peor cuando añadió en Televisa: No creo que haya en América Latina ningún caso de sistema de dictadura que haya reclutado tan eficientemente al medio intelectual, sobornándole de una manera muy sutil.

Al perder con Fujimori, Vargas Llosa sucumbe a sus demonios. Los rastros de racismo en sus novelas, amplificados durante la campaña electoral, le aconsejan desertar. Asqueado por la ingratitud de sus compatriotas, se exilia definitivamente y renuncia incluso a su nacionalidad bajo el pretexto de que los peruanos no le merecen, recuerda Ramonet, y lo llama agitador ultraliberal y conservador profesional (Le Monde Diplomatique, noviembre de 2010): La máscara seductora de sus novelas disimula un furioso sectarismo. Después de 40 años, dedica la mayor parte de su tiempo a intervenir en los medios de comunicación, a arengar y predicar en los congresos del mundo entero, repitiendo con una insistencia casi fanática los principios elementales de su ideología. ¿Qué esperar de quien legitimó la invasión a Irak y justificó el golpe de Estado en Honduras?