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El animal moribundo
 
Periódico La Jornada
Martes 20 de marzo de 2018, p. 5

La novela El animal moribundo de Philip Roth, la número 21 de las 27 que escribió, conjuga arte y erotismo, arte y pornografía, arte y sexo, Eros y Tánatos en el fulgor de la belleza. Fue escrita en 2001. Cuenta la historia de un anciano crítico cultural, profesor estrella de una universidad neoyorquina y también elocuente defensor de la revolución sexual, David Kepesh, quien confiesa a un personaje desconocido una de sus últimas experiencias sentimentales: la que mantuvo con Consuelo Castillo, hermosa joven cubana, casi 40 años más joven que él. A las puertas de la vejez, la vitalidad y la hermosura de Consuelo enfrentarán al protagonista con el significado de su vida. Con autorización de la editorial Debolsillo, presentamos a nuestros lectores un fragmento de esta obra

La conocí hace ocho años. Asistía a mi clase. Ya no me dedico a la enseñanza a jornada completa y, en rigor, no enseño literatura en absoluto, sino que, desde hace varios años, doy una sola clase, un importante seminario de escritura crítica para estudiantes de último curso que se denomina Crítica Práctica. Atraigo a muchas alumnas, por dos razones: porque es una materia con una fascinante combinación de encanto intelectual y encanto periodístico, y porque me han escuchado en la NPR,* donde hago crítica de libros, o me han visto en el Canal 13 hablando de temas culturales. La tarea que he realizado durante los últimos quince años como crítico cultural en el programa de televisión me ha dado una considerable fama local y por ese motivo les atrae mi clase. Al principio, no me daba cuenta de que salir en la tele una vez a la semana durante diez minutos podía ser tan impresionante como resulta serlo para estas alumnas. Pero la celebridad las atrae sin remedio, por muy insignificante que pueda ser la mía.

Ahora bien, como sabes, soy muy vulnerable a la belleza femenina. Cada uno está indefenso contra algo, y yo lo estoy en ese aspecto. Veo la belleza y me ciega para todo lo demás.

Asisten a mi primera clase y sé casi de inmediato cuál de ellas es la chica apropiada para mí. Hay un relato de Mark Twain en el que este huye de un toro y se esconde en la copa de un árbol; el toro alza los ojos para mirarle y piensa: Usted es mi carne, señor. Pues bien, ese señor se transforma en jovencita cuando las veo en clase. Desde entonces han pasado ocho años; yo tenía ya sesenta y dos, y la chica, que se llama Consuelo Castillo, veinticuatro. No es como los demás alumnos de la clase, no parece una estudiante, por lo menos no parece una estudiante normal y corriente. No es una adolescente a medias, no es una de esas chicas que adoptan poses desgarbadas, de aspecto descuidado y que tienen continuamente latiguillos como o sea en la boca. Habla con propiedad, es seria, su postura es perfecta; parece saber algo de la vida adulta, junto con la manera de sentarse, permanecer en pie y caminar. En cuanto entras en la clase, te das cuenta de que esa chica o bien sabe más o desea saber más. Su modo de vestir... no es con exactitud lo que se llama chic, no es extravagante, desde luego, pero, de entrada, nunca se pone tejanos, ni planchados ni sin planchar. Viste con esmero, con un gusto sereno, faldas, vestidos y pantalones de buen corte. Si viste como una atractiva secretaria de un prestigioso bufete de abogados, no lo hace para reducir la sensualidad de su aspecto, sino más bien, se diría, para tener un aire profesional. Como la secretaria del presidente de un banco. Tiene una blusa de seda color crema que se pone bajo un blazer azul bien cortado, con botones dorados, un bolso de mano marrón con la pátina de la piel cara y botitas a juego que le llegan al tobillo, y lleva una falda de punto gris, un poco elástica, que revela las líneas de su figura con tanta sutileza como puede hacerlo semejante prenda. Su estilo de peinado es natural pero cuidado. Tiene el cutis pálido, la boca arqueada, aunque los labios son gordezuelos, y la frente redondeada, una frente lustrosa con la suave elegancia de una obra de Brancusi. Procede de Cuba, y sus familiares son prósperos cubanos que viven en Jersey, al otro lado del río, en el condado de Bergen. Tiene el cabello muy negro y liso, pero siempre una pizca áspero. Y es grande, es una mujer grande. Lleva desabrochados los tres primeros botones de la blusa, por lo que puedes ver que tiene unos pechos poderosos y bellos. Enseguida reparas en el espacio entre ambos y te percatas de que ella lo sabe. Te das cuenta de que, a pesar del decoro, la meticulosidad, el estilo cautamente soigné, o tal vez debido a todo ello, es consciente de sí misma. Asiste a la primera clase con la chaqueta abrochada sobre la blusa, pero al cabo de unos cinco minutos se la ha quitado. Cuando vuelvo a mirarla, se la ha puesto de nuevo. Así pues, comprendes que tiene conciencia de su poder pero todavía no está segura de cómo usarlo, qué hacer con él, incluso hasta qué punto lo desea. Ese cuerpo aún es nuevo para ella, todavía lo está probando, estudiándolo, un poco como el chico que va por las calles con un arma cargada y ha de tomar la decisión de si la lleva para defenderse o para comenzar una vida delictiva.

Foto
Portada de la novela de Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933)

Y es consciente de algo más, algo que yo no podía saber cuando la vi por primera vez en clase: considera la cultura importante, de una manera reverente y anticuada. No es que le interese como medio de vida. Ni lo desea ni podría hacer tal cosa, pues la han criado demasiado bien, a la manera tradicional, para eso, pero la cultura es importante y estupenda, como ninguna otra cosa que ella conozca. Es la clase de persona que encuentra arrebatadores a los impresionistas, pero que debe mirar inquisitivamente y durante largo rato (y siempre con una sensación persistente de aturdimiento) un picasso cubista, tratando con todas sus fuerzas de entender la idea. Está ahí en pie, a la espera de la sensación nueva y sorprendente, el nuevo pensamiento, la nueva emoción, y cuando no llegan, nunca, se reprende a sí misma por ser inadecuada y carecer... ¿de qué? Se reprende por no saber siquiera qué es aquello de lo que carece. El arte que huele a modernidad la deja no sólo perpleja sino también decepcionada consigo misma. Le encantaría que Picasso le importara más, tal vez que la transformara, pero hay un lienzo corrido ante el proscenio de la genialidad que le oscurece la visión y le hace rendir culto desde cierta distancia. Da al arte, a todo el arte, mucho más de lo que ella recibe a cambio, una especie de seriedad que no carece de un atractivo conmovedor. Un buen corazón, un rostro adorable, una mirada al mismo tiempo invitadora y abstraída, unos pechos espléndidos, y tan recientemente salida del cascarón y ya convertida en mujer que observar fragmentos de cáscara adheridos a esa frente ovoide no sería sorprendente. Vi de inmediato que esta iba a ser mi chica.

Ahora bien, tengo una regla fija que establecí hace unos quince años y que nunca rompo. Ya no tengo ningún tipo de contacto personal con ellas hasta que han pasado el examen final, se han graduado y ya no me encuentro oficialmente in loco parentis. A pesar de la tentación, o incluso de una señal inequívoca para dar comienzo al coqueteo y hacer la proposición, no he roto esta regla desde que, a mediados de los años ochenta, fijaron el número de una línea telefónica directa para denunciar el acoso sexual en la puerta de mi despacho. No me relaciono antes con ellas para no indisponerme con los miembros de la universidad que, si pudieran, pondrían serios obstáculos a mi goce de la vida (...)