Opinión
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Cuando Sergio Pitol pidió mi mano
C

onocí a Sergio Pitol, gracias a María Luisa la China Mendoza, poco antes de salir yo misma a París. De paso por México, Sergio era ya uno de los personajes a la vez fantásticos y fantasiosos que pueblan su obra. Surgido del otro lado del mundo, llegaba de países lejanos cuyo misterio él poseía el don de volver delirante con los relatos de sus encuentros.

Entre Sergio y yo se establecería muy pronto una relación ambigua hecha de complicidades y fascinación mutua, ironía y algo de crueldad. Al día siguiente de mi llegada a París, a principios de 1975, me comuniqué con él. Me dio cita en la embajada de México pues ocupaba el puesto de consejero cultural. Generoso, me invitó a comer antes de conducirme, y dejarse extraviar conmigo, por el laberinto de las callejuelas de París. Me llevó al bar del Hôtel Hôtel, donde residió y terminó su vida Oscar Wilde, después de los dos años de trabajos forzados en Inglaterra a causa de su homosexualidad y víctima de la moral victoriana de entonces.

A partir de esa tarde, nos vimos casi a diario durante su estancia en París. Sergio moraba en la rue La Fontaine, cerca del Sena, junto a la Maison de la Radio. En esa época, vivía con Piotrek, un joven de una belleza rara, a quien hizo venir de Varsovia. El muchacho no sabía una palabra de francés ni de español, pero nos escuchaba con una atención tal que daba la impresión de comprender lo que platicábamos. Sergio se dirigía a él en la lengua polaca para pedirle que nos sirviera un vodka, en pocas ocasiones para traducirle nuestra conversación. Esto no impedía a Piotrek reír cuando nosotros reíamos, lo cual era frecuente. Nos relatábamos nuestras venturas y desventuras con humor. Hablábamos también de autores y libros, de proyectos literarios, de amigos mutuos. Sobre su escritorio, Sergio tenía una fotografía de Virginia Woolf.

Una de esas tardes que alargan los días del verano, Pitol me presentó a uno de sus amigos, quien vivía entonces con una alemana de cierta edad. La mujer nos dejó atónitos, inconsciente del horror de sus palabras, cuando dijo, a continuación de una frase sobre la belleza de la capital francesa: No, no. París era una ciudad opulenta en 1942, 43. Sergio me murmuró al oído, con su ironía sangrienta: Se necesita ser alemana para hallar opulentos los años de la Ocupación.

En la época, salir de los países del Este era una auténtica proeza. Sin contar que obtener un permiso de residencia en la nación francesa era muy difícil para alguien venido del otro lado de la llamada Cortina de hierro. Tampoco existía el matrimonio entre homosexuales. Así, para legalizar la situación de Piotrek en Francia, Sergio pidió mi mano… para el muchacho. Nuestro casamiento arreglaría las cosas. ¿Cómo negar la mano, al menos virtualmente? La boda sería íntima, casi secreta. Pero este loable deseo de discreción era ignorar la capacidad imaginativa de Sergio. Fantaseando el futuro matrimonio, el delirio iba en aumento durante las noches en vela pasadas en el departamento de la rue La Fontaine. Antes de darnos cuenta, el proyecto matrimonial era sabido de cuantas personas conocidas cruzábamos.

La imaginación de Sergio era desbordante. Un mariage blanc (sólo con metas legales) no podía sino transformarse en matrimonio de amor y terminar con la fundación de una familia. El sería padrino del hijo mayor, a quien daríamos su nombre. Sus celos interrumpieron el proyecto. Sergio terminó por creerse lo que imaginaba y una escena casi conyugal estalló entre ambos. Sergio me trató de traidora e infiel. Yo no pude contener la risa que, por fortuna, devolvió a Sergio su coherencia.

Pitol se fue a otro país del Este como diplomático. Piotrek se volvió actor exhibiendo su apostura.

Sergio pasó por París tiempo después. El rencuentro fue caluroso. Nos conocíamos tan a fondo como dos personas pueden conocerse. Después, con el tiempo, comunicarnos en secreto a través de lo implícito de nuestros mutuos escritos.