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Seguridad y estabilidad
P

rimero lo primero: lo único cierto en el proceso electoral del régimen democrático es que no hay resultados conocidos, mucho menos ciertos, de antemano. De saberlo habría que admitir que nuestro régimen, más allá de democrático es quiromántico o, simplemente, autoritario.

A decir verdad, también en la época del partido casi único, los postulantes en no pocas ocasiones se las arreglaban para alterar los resultados de sus compañeros de fórmula, en el Senado u otra posición, con el fin de destacar su mayor capacidad de invención de votos. Así ocurrió entre nosotros por los menos hasta 1988, cuando esa práctica empezó a hacer mutis aunque la magnitud e implicaciones de las trapacerías electorales sobre el conjunto del escenario estén a discusión.

Lo cierto es que lo incierto se ha apoderado del mundo y el mundillo de la política y la opinión pública, cuyos pobladores se medio contentan, y por poco tiempo, con el juego de las encuestas, cuyos resultados se pelotean no siempre de modo consistente. Y así nos la llevaremos hasta, por lo menos, el día de la elección cuando entraremos en otro momento, uno donde la certeza de lo incierto será desplazada por las varias creencias, convicciones y cálculos, cabalísticos y no, que se harán en los corrillos públicos y privados hasta que el oráculo moderno, el Tribunal Electoral, cante los resultados definitivos e inatacables.

Y de ahí pa´l real, a formar gobierno y tomar nota de los mil y un entripados entre y dentro de los grupos de acción y representación de intereses. Será la hora de definir y repartir parcelas, oportunidades de intervención y de negocios, etcétera. Cuando la política pierde su encanto de festival colectivo y se adentra en los callejones y corredores del poder que se va y del que viene. Es entonces cuando la democracia deja su impronta de proceso formal, concebido como forma principal para constituir el poder, y se vuelve forma de gobierno. Y la incertidumbre que le es propia se traslada al grupo ganador, encargado de organizar el ejercicio del poder y asegurar que no se salga de los márgenes convenidos para resguardar los requisitos de legitimidad y eficacia y, sobre la marcha, aumentarlos en su favor y en apoyo a su programa de gobierno. No ganar, sino formar y hacer gobierno: palabras mayores.

Frágil como es, la democracia pierde y recupera su encanto y magia a todo lo largo de las campañas, especulaciones y truculencias que desembocan en plataformas destinadas a renovar y modular la esperanza o el desencanto, la confianza o el descontento que se acumulan y disuelven en y frente al ejercicio del poder público. En esta relación con el poder del Estado, los ciudadanos maduran y se gradúan como ciudadanos políticos o se decepcionan y devienen súbditos pasivos. No hay refugio real para nadie en este torbellino de pasiones y razones, porque la premisa mayor y arcana del juego interminable de la política democrática es que, se acepte o no, todos vamos en el mismo barco.

Puede, como se nos repite todos los días, tratarse de un mito; de un teatro donde a final de cuentas todo está escrito de antemano y el chiste es que uno sepa su lugar y recite la parte que le corresponda. Pero basta con asomarse a las relaciones interpersonales o de grupo, locales, regionales o federales, para darse cuenta de que eso de la política nos compete, afecta o beneficia a todos sin excepción, aunque no por igual a todos.

Los instrumentos que las sociedades tienen para evitar que el conflicto social pase a mayores son variados, pero todos dependen de ser aceptados como válidos por la ciudadanía. A partir de este consentimiento se imagina la legitimidad del poder y la política y se reconoce el derecho a cambiar procedimientos, mecanismos y formas de organización para darle eficacia al proceso político en su conjunto, reconocimiento, credibilidad y por esa vía una legitimidad sustentada en la participación de las mayorías.

Se trata de un sinfín de tareas que, precisamente por eso, exige responsabilidad de quienes pretenden encargarse del gobierno de todo esto, de las formas para acceder al poder y de las destinadas a su ejercicio y reproducción. En su habilidad y congruencia, las sociedades y las naciones se juegan su presente y futuro, su lugar en el mundo y la posibilidad realista de construir conscientemente un porvenir.

Por razones que deberíamos tratar de dilucidar cuanto antes, ni los profesionales del poder ni los que lo sostienen y sufren han estado a la altura. Los unos pretenden carecer de poder, lo cual explica su ineficacia contumaz, y los otros repudian y descalifican el poder constituido, sin atreverse hasta ahora a desconocerlo. Pero, eso sí, se embarcan en una funesta ceremonia de anomia, en un concurso demoledor de violación e irrespeto de normas y convenciones, usos y costumbres, destinados a hacer de la política una práctica incluyente, respetuosa del derecho, portadora de promesas realistas de mejoramiento individual y colectivo.

Apoderada la barbarie de los circuitos de la seguridad y el orden público, siempre a punto de desbordarse, hay que reconocer la ruptura estruendosa del pacto original que la política democrática presumía haber reconstruido, al ampliar los caminos de la participación y ofrecerle un cauce institucional cierto. Hoy, es menester aceptar que tal panorama está agrietado, con porciones enteras de su geografía humana y política arrinconadas por la violencia inaudita, el temor y la indefensión, la demolición de las prácticas apenas aprendidas para la convivencia en la pluralidad y la diversidad.

Pactar ya no debe significar la cínica traducción de transar. Pactar, para generar y darnos seguridad y de ahí darle validez y vigencia a la sucesión presidencial y el relevo de la autoridad. Poder avanzar en esta dirección dependerá de respetar las reglas que, en democracia, nos hemos dado y, recuperar una estabilidad mínima, cuya fragilidad actual afecta algunos de los resortes fundamentales de nuestra economía política.