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al empieza la semana al que ahorcan en lunes. Por extensión podría decirse que mal comienza el año cuando los precios aceleran su ritmo de crecimiento en enero.

La estabilidad financiera dura lo que dura. Este sistema económico es esencialmente fluctuante y propenso a las crisis. El periodo estable que pudo armarse tras la crisis de 2008 ya se acabó. Las bajas tasas de interés y, en general, las condiciones monetarias que prevalecieron en Estados Unidos desde entonces ya son otras y repercuten hoy de manera adversa en nuestra economía y, sobre todo, en el valor del peso. La resistencia a estos cambios no ha sido mucha.

Un rasgo definitorio de la reciente estabilidad de la economía fue la continuación de un largo periodo de bajo crecimiento de la producción que se prolonga ya por tres décadas. El entorno estable parece haber exigido la contención del crecimiento, o bien no tuvo el soporte material, financiero y político que una etapa de expansión sostenida requiere. Este es un tema que valdría la pena discutir de modo más amplio.

En cambio, los aumentos en la productividad general fueron pobres, hubo una creciente diferenciación en materia sectorial y regional, y una gran desigualdad social. La urbanización se extendió y la estructura de la población se modificó significativamente. Al mismo tiempo se ha debilitado la infraestructura y las coberturas de las políticas sociales.

Persistir en este modelo de política pública no puede generar más que resultados similares, pero complicado con un desgaste de las pautas de la asociación norteamericana establecida con el TLCAN y un escenario postcrisis en Estados Unidos con variantes muy distintas para la economía mexicana.

El control de la tasa de crecimiento de los precios es un asunto difícil en las condiciones económicas que prevalecen y en el contexto de un año electoral que se anuncia bastante turbulento. Es previsible que el índice de precios siga subiendo y que el crecimiento de la producción siga siendo reducido.

El escenario macroeconómico apunta a una mayor inestabilidad por un periodo extendido de tiempo.

Las herramientas monetarias y fiscales para contener el alza de los precios son hoy limitadas, el entorno económico interno y externo no son favorables y la confrontación política se agudiza. Hay, pues, restricciones técnicas y políticas para aplicar acciones que contengan la cadena de efectos adversos que genera la inflación sobre el conjunto de las actividades económicas y sobre las condiciones del ingreso y el gasto de la mayor parte de la población. Se trata de las familias que tienen un trabajo y un ingreso fijos; pero el impacto es mucho mayor en aquellas familias con ocupaciones precarias, empleos temporales o, de plano, sin trabajo y remuneración, y sin prestaciones sociales.

Las medidas convencionales para contener la inflación que ha usado el banco central en los meses recientes, como son el alza de las tasas de interés, el uso de coberturas cambiarias, o bien, las medidas presupuestales por Hacienda para fijar las pautas de la reducción del déficit fiscal están ya marcadas por el efecto de los rendimientos decrecientes en su efectividad. Los márgenes de acción tienden a reducirse y eso conlleva a una mayor inestabilidad. El corolario sería un peso cada vez más débil.

Las tasas de interés más altas impactan en las posiciones de endeudamiento de las empresas que tienden, entonces, a trasladar más rápida y directamente el aumento de los costos a los precios finales. Además, tiende a reducir el gasto en inversión, las compras a otras empresas y, así, la creación de empleos. Para los consumidores es mayor tanto el costo del crédito como los precios de los productos y servicios que adquieren. Por el lado de la oferta y la demanda, el entorno es de contracción del nivel de la actividad productiva.

Añádase a esto que una de las fuentes inflacionarias más directas proviene de los precios de los energéticos que ahora tiene que ver tanto con cuestiones impositivas, como con las condiciones que se desprenden de la reforma energética implantada en este gobierno

Un efecto adicional de la inflación que no debe perderse de vista es el que ocurre en los precios relativos, lo que cuesta una cosa con respecto a otras. Esto provoca mayores distorsiones en las transacciones en los mercados y en la asignación de los recursos y, también, una diferencia relevante en el balance del costo de la inflación entre los agentes económicos que, por supuesto, no son simétricos.

Otro factor de inestabilidad es la negociación del TLCAN y la incertidumbre en cuanto a las condiciones que pudieran finalmente pactarse. Y, recientemente, a la fuente de inestabilidad que proviene de Estados Unidos se ha agregado otro elemento: la reforma fiscal que legisló el Congreso estadunidense. Existe hoy un significativo diferencial impositivo en materia de renta que pone a México en una desventaja con efectos en las corrientes de la inversión extranjera y que se extienden a otros movimientos de capitales en el contexto del alza de las tasas de interés que inició la Reserva Federal.

Todo esto representa una mayor presión sobre el valor del peso, lo que dicho llanamente significa más inflación y depreciación frente al dólar y las vueltas al proceso de inestabilidad. Esa es la que se llama un espiral inflacionaria. Se expresa en el valor de la moneda tanto en el mercado interno como en las transacciones externas y, de ahí la dislocación de las corrientes del gasto privado y público, y el ambiente típicamente recesivo. Esta espiral ocurre no sólo a principio del año, sino a final del sexenio y en condiciones políticas de alta confrontación.