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Representan la faceta optimista del pintor; sólo dos son públicos

Escondidos en la Bahía de San Francisco, cuatro murales de Rivera
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En Unidad panamericana, Diego toma las manos de la actriz Paulette Godard, esposa de Chaplin, para engendrar el árbol de la vida
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Los padres fundadores de México y Estados Unidos, campesinos y artesanos mexicanos, y al fondo la resistencia al fascismo, panel del mural Unidad panamericana
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En Unidad panamericana el pintor sólo protesta contra un enemigo común: el fascismo
 
Periódico La Jornada
Sábado 6 de enero de 2018, p. 3

San Francisco, Cal.

Pocos saben que existen cuatro murales notables de Diego Rivera en el área de la Bahía, tres en San Francisco y uno en la Universidad de Berkeley. Menos aún son quienes los conocen. Sólo dos están abiertos al público, los más importantes. Los otros son privados y hay que pedir complicados permisos para visitarlos. Creados con 10 años de diferencia (tres en 1930-31, uno más en 1940), representan la faceta optimista de Diego: constructivos, de buen vecino, no denuncian, no protestan o lo hacen contra un enemigo común, el fascismo. Remiten a dos momentos cruciales de su célebremente compleja relación amorosa con Frida Kahlo.

En 1930 llegaron a San Francisco de luna de miel y fueron la comidilla en las redes sociales de la época. Todo les sonreía. Diego era tranquilamente revolucionario con patrocinadores. Frida tuvo tiempo de descubrir aquí su vocación definitiva por el caballete y el formato pequeño del exvoto, lista para ser descubierta por los surrealistas de Francia.

Diez años después el panorama era otro. Diego, divorciado de Frida, llegó a pintar su gran fresco Unidad panamericana en tiempos de guerra fascista en Europa, con Estados Unidos aún neutral, mientras Hitler, Mussolini y Stalin hacían de las suyas, incluso en México. Poco después lo alcanzó Frida, enferma y muy sacudida en su vida personal; pronto ella se marchó a Nueva York, donde sostendría un rumboso romance con un guapo muchacho al que dejó para volver con Diego, cuando él terminaba su mural que le tomó seis meses. Cumplido el encargo, acudieron al City Hall, se volvieron a casar y en enero de 1941 dieron fin a su última aventura en el norte.

Las piezas del 30

Siempre contradictorio, Rivera vino a San Francisco para pintar en un auténtico templo del capitalismo, el Club de la Bolsa de Valores (hoy el exclusivo City Club). Invitado con bombo y platillo por el millonario William Gersltle, presidente del Instituto de Arte de la ciudad, a instancias del arquitecto modernista Timothy Pflueger, empezó por apropiarse de escalera y bóveda de la torre del club para crear una Alegoría de California lírica y feliz, que remite al Diego solar de Chapingo y la Secretaría de Salud. Calafia, la mítica reina que representa a las Californias, tuvo como modelo a Helen Willis Moody, campeona de tenis y luego amante del sapo feo. Desnuda junto al sol radiante, la deportista evoluciona por el techo entre aviones. Al costado de una amplia escalera, la alegoría de la bonanza californiana –calisténica, agrícola, minera y aeronaútica– procura no ofender a sus anfitriones de hoy y de entonces, cuando el escándalo por un comunista decorando la sede empresarial dio notoriedad extra a la obra: el enemigo en casa.

Su segundo mural, La elaboración de un fresco mostrando la construcción de una ciudad, lo pintó del primero al 31 de mayo de 1931 en el Instituto de Artes de San Francisco. Es el más libre de todos, una suerte de autorretrato en colectivo, y un homenaje a la construcción creativa. Todos somos obreros, parece decir. Los albañiles que ensamblan el futuro Golden Gate, un escultor y sus asistentes, el muralista y sus colaboradores encaramados en los andamios, casi todos de espaldas; sólo los patrocinadores ricos y los ingenieros revisan de frente los planos. Y, al fondo, el verdadero protagonista del conjunto: un obrero titánico al que dan vida otros obreros. Sin recurrir a la propaganda ni a sus mitologías habituales, Diego se concentra en el sentido de la creación en clave de Brecht: El arte no es un espejo frente a la realidad, sino el martillo para darle forma.

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Fragmento de la utopía transfronteriza poblada de manos-a-la-obra prehispánicas, coloniales, modernas y contemporáneas

El escritor y académico mexicano Arturo Dávila, residente de Oakland y conocedor de los murales sanfranciscanos de Rivera, destaca la influencia inmediata y decisiva que tuvo en los artistas locales. Pronto iniciaron una tradición mural propia en el mirador de las Coit Towers en los años 30 que llega al presente en barrios como La Misión o Precita, donde los murales y el grafiti conviven intensamente con el esténcil y la historieta. De nada sirvió el rechazo escandalizado del establishment cultural y político de la época; hubo quienes, conociéndole el modo, quisieron ofenderse al ver allí una burla a los anfitriones capitalistas, pues lo más prominente en la figura de Diego, justo al mediodía del fresco, es su rotundo trasero.

Es el único mural suyo que siempre estuvo abierto al público. Ocupa un extremo de la Galería Diego Rivera, un desnudo galerón donde por décadas han expuesto estudiantes del instituto, artistas locales o invitados, y hoy lo siguen haciendo con videos estrambóticos, computadoras, fotografías intervenidas, lienzos rotos, instalaciones desafiantes y poesía en las paredes. Nada que Diego no hubiese aprobado. La compleja estructura de andamios, pilares, vigas y escalones de madera que sostiene el mural, literalmente sale de él y de manera hiperrealista alcanza el piso. Es una humorada, y un mensaje sobre la carpintería que sostiene al arte. Otra cosa que Diego aportó a California fue su técnica de fresco, similar a la de la Capilla Sixtina, cuyos colores mejoran con el tiempo y son indestructibles.

Durante el mismo periodo, Rivera y Kahlo se alojaron en la residencia de Sigmund Stern, presidente de la Levi Strauss (de los blue jeans) y la filántropa Rosalie Mayer. Diego les pintó una de sus obras más blancas, un pequeño fresco. Bajo el equívoco título Naturaleza muerta y almendros en flor, la blancura de la floración domina sobre los cuidados de cuatro trabajadores mexicanos; en primer plano los nietos de los Stern cogen frutas de una naturaleza muerta de Cezánne. Esta pieza se localiza discretamente en el edificio Stern, residencia femenil de la Universidad de Berkeley.

Utopía binacional

El último fresco riveriano en San Francisco, Unidad panamericana (1940), protagonizará una próxima muestra dedicada a Diego en el Museo de Arte Moderno (SFMOMA). Será una revelación, expresa entusiasmada Vickie Simms, docente del mural en el City College y conocedora del muralismo mexicano. Lamenta que la obra, muy bien instalada por cierto, reciba pocas visitas, aparte de los asistentes al pequeño teatro escolar Diego Rivera.

Se trata de una utopía transfronteriza poblada de manos-a-la-obra prehispánicas, coloniales, modernas y contemporáneas. Una nueva celebración al trabajo. De la joven Tenochtitlán, los orfebres mixtecos, los artesanos tarascos y zapotecos, a la fiebre del oro, el Oregon Trail y los inventores Ford, Edison, Morse y Fulton. Con sus planeadores de petate inspirados en el murciélago y el zopilote, Nezahualcóyotl aparece como el primer ingeniero aeronaútico de la historia. El escultor campesino Mardonio Magaña labra una inmensa serpiente emplumada y el estadunidense Dudley Carter esculpe a hachazos un carnero salvaje. Coatlicue, binaria, domina el centro. De las decenas de pares de piernas desnudas a lo ancho y lo alto del conjunto, las más bonitas y cercanas son las de Paulette Godard, quien mira con arrobo a uno de los Diegos del mural. A pocos pasos Frida Kahlo, como todos, está muy ocupada. Chaplin aparece varias veces. El montaje tiene como fondo la bahía. Destaca la Isla del Tesoro donde la pieza fue creada.