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Diana anticipó lo que espera al Reino Unido con Carlos III
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Diana de Gales con su hijo Enrique, en 1995Foto Ap
¿T

enía la televisora Channel 4 derecho de difundir las cintas en las que Diana de Gales habla con candidez –y en privado– sobre su vida? La respuesta pragmática tiene que ser, al final de cuentas, sí. Cierto, fue una invasión de privacidad, su adquisición puede considerarse un robo, causaron daño a la monarquía como institución y lastimaron a muchas personas que aún viven. Sin embargo, si no se hubieran difundido, los teóricos de la conspiración se habrían puesto a trabajar, tal vez afirmando que algún nebuloso establishment las había suprimido porque corroboraban algunas de las ideas más disparatadas acerca de las conjuras para asesinarla, el elusivo auto Fiat Uno y el supuestamente todopoderoso y siniestro duque de Edimburgo.

La verdad simple, por cierto, fue que el Mercedes-Benz S-Class en el que viajaba era un vehículo tan inherentemente seguro que ella bien podría haber sobrevivido si tan sólo se hubiera abrochado el cinturón de seguridad, omisión que el servicio secreto no podía haber previsto.

De todos modos, lo cierto es que el programa no reveló mucho sobre la princesa, su marido, la amante de él o los hijos de Diana que no hubiéramos sabido antes. Todo estaba allí: la sensación de Lady Di, la boda de cuento de hadas, Carlos diciendo cualquier cosa que signifique enamorado, ella adorable con sus ojos de cierva, Camila cazando zorros… todo.

En la cobertura de prensa ad nauseam y en el programa mismo nos enteramos con un poco más de atroz detalle del que necesitábamos o queríamos acerca de la vida sexual del príncipe y la princesa de Gales. También descubrimos que el sentido de privilegio que él tenía era regio en verdad: Bueno, me niego a ser el único príncipe de Gales que nunca ha tenido una amante. (No sabía mucha historia: su tatarabuelo, quien llegó a ser Jorge V, era demasiado soso para molestarse en eso.) Diana era más inteligente e ingeniosa y más consciente de sí misma que la imagen que le fabricaron o de lo que adivinábamos, un poco manipuladora y tan encantadora como parecía. Sin embargo, eso fue casi todo lo novedoso.

Cientos de libros, artículos y programas de televisión se han dedicado a la infeliz pareja. Puro chisme: fascinante, convincente para muchos, pero chisme al fin. Excepto por un pequeño gran detalle: la cuestión de Carlos III.

La única aseveración vagamente constitucional que oí en las casi dos horas de este documental se refiere a la charla que tuvo Diana con la reina sobre su predicamento: “Fui con la gran dama, sollozando, y le dije: ‘Recurro a usted. ¿Qué hago?’ Y ella contestó: ‘No sé qué debes hacer. Carlos no tiene remedio’. Eso fue todo. Y eso me ayudó.”

Ayuda o no, reveló lo que Isabel II piensa acerca de la aptitud de su hijo para llegar a ser rey y jefe de la Comunidad, lo que incluye funciones de jefe de Estado, es decir, de Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Jamaica, Barbados, Bahamas, Granada, Papúa Nueva Guinea, las islas Solomon, Tuvalu, Santa Lucía, San Vicente y Granadinas, Belice, Antigua y Barbuda, y Saint Kitts y Nevis.

Tal vez los británicos y demás nos estamos despertando a lo que será la vida después de Isabel II. ¿Queremos un rey Carlos III? ¿Queremos una reina Camila? ¿Esos reinos y dominios de ultramar querrán a esa pareja? ¿Tenía razón Diana cuando afirmó que él no estaba a la altura del cargo, dando a entender que Guillermo, que es mitad Spencer después de todo, debía relevarlo de algún modo?

Allá por la década de 1980, cuando el show de Carlos y Diana estaba en su apogeo y eran la glamorosa pareja ideal, se llegó a decir que la reina abdicaría a favor de ellos, lo cual ahora parece increíble. Uno sospecha que Isabel nunca tuvo tal idea, por sus votos sagrados y eso, pero también porque tal vez se daba cuenta de lo que había más allá de la fachada de la pareja de Gales, y entre las orejas de jarra rococó de su hijo mayor (o sea, poco buen juicio). Aun ahora, en su décima década, parece renuente a confiarle tareas de demasiada responsabilidad.

A su debido tiempo, a menos que ocurra algo inesperado, tendremos a Carlos III, nos guste o no. Tal es la naturaleza de la bestia hereditaria. De cuando en cuando nos traerá un diamante –Isabel II, Jorge VI, Victoria–, y a veces nos traerá algún inútil niño mimado incapaz de dominar sus instintos: Eduardo VIII, Jorge IV, Carlos I (los tres también príncipes de Gales, ¿no es gracioso?)

Ahora que el Brexit divide al país y Escocia amenaza con separarse del Reino Unido, necesitamos una monarquía capaz de representar a la nación ante sí misma. Ahora la tenemos; ¿será igual con Carlos?

Todo hubiera sido mejor si Carlos hubiera amado a Diana, si hubieran permanecido juntos, si estuvieran disponiéndose a ser la pareja real; serían muy populares dentro y fuera del país. Eran, como dijo Diana, un gran equipo en público, porque ella hacía la parte empática que él nunca pudo hacer.

Ella se perdió sin su papel real, haciendo obras de caridad y salidas en público, pero sin un estatus verdadero, y él nunca recobró su popularidad.

Qué gran pérdida fue ella, y qué gran tonto fue él. Su ex esposa y su madre tenían razón: no tiene remedio.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya