Opinión
Ver día anteriorMiércoles 30 de agosto de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La profecía de la novela
G

racias a las aventuras sin ficción de la crónica política asistimos absortos a los usos y abusos del poder. Elena Poniatowska, Jaime Avilés, Sergio Gonzalez Rodríguez y Sanjuana Martínez han documentado traiciones, ascensos vertiginosos, el arte de la cara dura de los titiriteros de la inmensa carpa de los poderes fácticos contándonos el cuento de la historia inmediata.

Pero con sus crónicas también han dado cuenta cómo la política salta continuamente de las frivolidades del poder a la nota roja, de los amores cebados en las mesas de juego de Las Vegas a los picaderos de opio de Ciudad Juárez, de la ambición que rebasa cotidianamente a sus oficiantes para tirar línea, al cogote del enriquecimiento sin para qué, a la normalización de los feminicidios en el estado de México perpetrados por bandas o por solitarios incubados en los invernaderos de la impunidad, la brutal corrupción, la ignominia de la cultura del dinero fácil, el culto de las apariencias y de la crueldad como macabra diversión.

La gran novela sin ficción con personajes de carne y hueso se la debemos a esos cronistas que publican por entregas el cuento de la verdad.

Otros escritores como Mario Vargas Llosa con La fiesta del chivo, Gabriel García Márquez con El otoño del patriarca, Augusto Roa Bastos con Yo el supremo, Alejo Carpentier con El recurso del método, han hecho con la ficción un mirador espléndido para adentrarnos en los laberintos del poder.

Existen otros escritores, sin embargo, que más que mirar con el retrovisor para fijar el pasado inmediato o desentrañar el ayer remoto como Marguerite Yourcenar o Pascal Quignard, han imaginado con asombrosa claridad los usos del poder de esa patria de nadie y de nada que es el futuro.

En 1935 cuando los movimientos telúricos de la gran depresión seguían causando serios estragos, empezó a circular una novela de política ficción realmente perturbadora. Su autor había recibido el Premio Nobel de Literatura cinco años antes. Pero a diferencia de lo que ocurre con los galardonados por la Academia Sueca, dio a conocer la novela que lo ha mantenido en el gusto del público durante casi un siglo después del galardón. Su mejor obra para no pocos críticos de hace ocho décadas y de ahora; su obra más ambiciosa.

Y tan ambiciosa fue la propuesta literaria de Sinclair Lewis que no ha perdido su actualidad pese a tratarse de una novela satírica donde la ficción construye un Estados Unidos que dio el salto, en nombre de la libertad, de una democracia incipiente a una dictadura.

Eso no puede pasar aquí parece el libreto de la comedia americana que estamos viviendo; el guión de los discursos que llevaron a Donald Trump a la presidencia.

Pero más allá del parecido entre Berzelius Windrip y Mr. Trump asombra la capacidad de Lewis para recoger esa parte oscura del sueño americano donde los destripados, los activos congelados, confunden la virtud política con el dinero, el racismo como la bandera para alcanzar la merecida abundancia y la cura de los males de la democracia con la mano dura del fascismo.

Además de los personajes obvios de la novela que tienen nombre y apellido, el otro personaje central es esa masa anónima engañada por sus líderes “que repiten palabras como libertad, orden, seguridad, disciplina o fuerza... ¡Cómo usaban la palabra ‘libertad’ en especial!” Todas esas magníficas palabras que, nos recuerda Lewis, empezaron a usar los especuladores para proteger sus ganancias y terminaron siendo moneda corriente de la gente común.

Todos esos pequeños propietarios en la novela de Lewis que se consideraban capitalistas y fueron desechados cuando ya no le sirvieron al Gran Capital corporativo son el otro eje de esta novela satírica que nos obliga a pensar.

Es cierto que Donald Trump parece uno de los protagonistas de Eso no puede pasar aquí... pero también Nicolás Maduro y Vladimir Putin y tantos vocingleros que gritan libertad mientras asfaltan la autopista de las tentaciones autoritarias. ¿O no hemos escuchado el qué horror con el populismo venezolano y estadunidense mientras tirios y troyanos se hacen de la vista gorda de lo que ocurre aquí?

Los hombres del ritual y la barbarie, dice uno de los personajes de la novela de Lewis, son capaces de acallar a los hombres de la ciencia y de silenciarles para siempre; de controlar la prensa, de encarcelar y eliminar a los disidentes –y disidentes son quienes no aplauden al líder de la mano dura–, de empoderar a grupos de choque para defender la democracia como los Minute Men de la novela.

Esos ciudadanos que por tener una educación tan precaria (pública o privada) no saben lo que quieren y que en época de elecciones se convierten en un electorado ansioso por emociones vividas y sensaciones ardientes, asociadas normalmente, no con los sistemas monetarios ni con los índices fiscales, sino con el bautismo por inmersión en un arroyo, el amor juvenil bajo los olmos, el whisky sólo, las orquestas angelicales que se oyen bajo la luna llena... ¿Les suena?

Eso no puede pasar aquí es una novela sobre el futuro indeseable pero posible, del mañana probable que nos negamos a ver hasta que nos topamos con ese político pintoresco convertido en esperpento en la vida real.